Lo humano en lo dulce y lo siniestro
“Todo puede suceder, todo es posible y probable, tiempo y espacio no existen. En el delgado marco de realidad la imaginación gira creando nuevos patrones”, lee en voz alta la abuela Ekdahl a partir de un texto de August Strindberg, mientras Alexander permanece recostado en su regazo. Son estas líneas de la última escena las que nos revelan la pauta de la interacción entre elementos reales, fantásticos y situaciones cuasi mágicas, en un constante diálogo que se asemeja a la dinámica propia de un sueño.
Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), es una de las películas más emblemáticas del director sueco Ingmar Bergman, con una definida estética propia de su dirección, pero con la excepcional estrategia de la presentación de su clásico dramatismo en la imagen mostrado desde la visión infantil de Alexander, a partir de la cual se narra una historia que transita –como suele ser su estilo- desde los más básicos, hasta los más complejos sentimientos humanos.
La historia de Fanny y Alexander tiene inicio durante la celebración de la Navidad de la familia Ekdahl en 1907 en la ciudad sueca Upsala, enmarcada en un escenario que presenta la opulencia de la burguesía y los conflictos propios de la condición humana. En el medio de esta festividad aparecen prácticamente todos los personajes que intervienen en la historia y desde los primeros instantes de la película el espectador presenciará sus debilidades, pasiones, fortalezas, emociones y miedos, todo ello al margen de un ambiente de amor y unidad familiar tan real como cuestionable.
Cabe mencionar que durante toda la película el teatro juega un papel fundamental, no sólo como parte de la historia –la familia Ekdahl es dueña de un teatro en el que la mayoría de ellos tiene importantes intervenciones- sino en la estructura de la presentación de la misma, teniendo como base tres cuadros escénicos que corresponden a las tres casas en las que vivió Alexander (la de la familia Ekdahl, la del cura Edvard y la de Isak), cada una de éstas con una atmósfera particular, que ambienta la historia y dirige las emociones que en la misma se involucran.
Fanny y Alexander, sorprendentemente, genera el sentimiento de reconciliación de todas las preguntas bergmanianas sobre la condición humana, la naturaleza del hombre y las pretensiones sociales. Pese a su cuestionamiento de la felicidad, la existencia de Dios y la belleza misma con un ambiente sombrío y siniestro de principio a fin, el espectador podrá encontrar -como en pocas ocasiones en sus obras-, un dulzor final en el reencuentro y en el amor.
No es climático ni una historia rosa –porque Bergman nunca lo es-, pero es por mucho una de las películas más conciliatorias que recubren las formas del conflicto y el dolor con el suave tacto de personajes libres y solidarios, donde la explicación de todas las ambivalencias como parte natural de la humanidad se presentan en un ambiente casi onírico que recuerda a las fantasías de la infancia y los anhelos de la adultez.