Roma o la ilusión de Cuarón

La más reciente producción cinematográfica de Alfonso Cuarón, Roma (2018), ha tenido la visibilidad suficiente para poner sobre la mesa de discusión no sólo al cine mexicano, sino nuestra propia idiosincrasia con respecto a usos y costumbres, tanto en lo social como en lo familiar, sin dejar de lado el aspecto político e histórico, la diferencia de clases, la discriminación, la violencia y el machismo sistémico. Tales son los tópicos que aborda este filme que, si bien estuvo en algunos cines del país, fue hecho ex profeso para estrenarse en Netflix.

La trama aborda la vida de Cleo (Yalitza Aparicio), una empleada doméstica al servicio de una familia de clase media alta que durante 1971 atraviesa los típicos problemas caseros, pero todo enmarcado en la convulsión social de ese año, que el guion -también de Cuarón- hábilmente imbrica dentro de una historia emotiva que roza peligrosamente el melodrama televisivo.

Sin embargo, gracias al despliegue visual de la fotografía realizada en conjunto con Galo Olivares, el director sale airoso del reto de sumergirnos en una experiencia fílmica de primer nivel. Estamos ante un cine de autor, un autor mexicano que ha triunfado en el resto del mundo y que ha regresado al nido 5 años después de la multipremiada “Gravedad” para contarnos la que, posiblemente, sea la más personal de sus anécdotas.

No obstante, una mirada matizada, suavizada tal vez por la nostalgia que evoca en todo momento, impide que el filme complete esa narrativa circular que el director ha planteado desde el primer hasta el último plano, cuya idealización estética es el motor que impulsa un relato plagado de referencias históricas no tan sutiles, guiños personales bien logrados y una reflexión crítica de las abismales diferencias entre lo que percibimos como “identidad mexicana”.  Su ojo se dirige hacia la población más vulnerable incluso hoy en pleno siglo XXI: la de piel morena y origen indígena, a los cuales les da voz, pero paralelamente, se desdibuja en un tibio apunte a partir de una perspectiva que surge desde la óptica del privilegio, rozando apenas la superficie.

El abuso del paneo, el travelling y planos secuencia, hablan de una pericia técnica únicamente al servicio de la forma, descuidando el fondo y llevándonos hacia un desenlace un tanto predecible y que en las escenas de mayor potencia visual revela también las mayores flaquezas de un guion cuyo pretendido neorrealismo mexicano termina por forzar las situaciones y su resolución, en especial hacia en las últimas escenas, reflejando también una puesta en escena binaria y arquetípica en este tipo de historias.

Resalta el trabajo actoral de Marina de Tavira, el diseño de arte y toda la producción que trajo a la vida una ciudad de México perdida en el tiempo, y que gracias a una de sus colonias emblemáticas nos ha hecho voltear a ver la acertada pero fugaz ilusión de Cuarón en la Roma.

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