“Rufino y las moscas”, un cuento de Osiris Gaona

En este breve relato de Osiris Gaona, se nos cuenta la relación que emprende Rufino con Pantaleón, una mosca panteonera cuyos ancestros habitan la carnicería de don Melquíades desde tiempos inmemoriales. No dejes de leer este jocoso texto...

Me llamo Pantaleón. De cariño me dicen Panta. Ruidosas y adictas al sexo. Somos 17 millones de individuos por cada humano que habita en la Tierra. Nuestra vida es efímera. Nos instruyen rápidamente para poder realizar las funciones vitales; ya saben, nacer, crecer, reproducirse y morir. De oídas hemos aprendido sobre la plaga del planeta. Seres bípedos, masa cerebral enorme. Sin embargo, hacen tan poco por este nuestro mundo. Se creen superiores. Resulta que sólo tienen el diez por ciento de sus células de Homo sapiens, el resto lo constituyen las bacterias, arqueas y otros bichos pequeños que ni siquiera tienen nombre.

Sus ácidos grasos volátiles, olores, me han traído aquí. Después de la descomposición de sus órganos, los microorganismos que les ayudaban a vivir, en una simbiosis favorable para ambos. Es curiosa la naturaleza, hay cosas implícitas. Sin pactos firmados. Curiosamente esos organismos benéficos se transforman para comer los fluidos de Rufino. Son todos tan iguales. Siento compasión por ellos. Debo copular un par de veces y ayudar a parir las cresas que comerán las entrañas de este hombre.

Nos tachan de molestas, pero sin nuestra presencia el mundo estaría infestado de partículas de humanos por todos lados. La labor de engullir toda clase de cadáveres nos corresponde a la mosca azul y a su servidor. Somos útiles, también, para saber la hora exacta en la que mueren estos humanitos, por eso nos aprecian los forenses. A este en particular lo conocí hoy en la mañana, trabajaba en la carnicería de enfrente. Mis ancestros han vivido ahí por años.

Nos llaman parásitos y a cada rato nos matan. Hasta un instrumento llamado matamoscas existe en nuestro honor. Mi cerebro va de un lado a otro. Ahora pienso que en la NASA nos requieren como sujeto de estudio, para mejorar los motores de búsqueda de internet. Y qué decir de los trabajos de genética, que gracias a nosotros se realizan desde tiempos de Mendel. ¡Ahhh, sí! Estaba por hablar de Rufino. Como es su costumbre atendía a sus clientes. Pedían un kilo de medallones de filete. Dos de bisteces de aguallón. Cecina por allá. Era una de esas mañanas movidas. Los lunes se llena la carnicería de gente. Surten para toda la semana.

De pronto sonó el teléfono fijo. Obvio yo no pude escuchar nada. Las moscas tenemos una vista de 360º, lo dominamos todo. Con nuestros ojos diminutos. Somos malas con el oído. Las manos de Rufino comenzaron a temblar. Pasó una por el cabello. La voz le temblaba un poco. De hecho, dejó el auricular descolgado. Lo supe por el ruido molesto del artefacto. Mientras yo intentaba enamorar a la futura madre de mis larvas. Gritó Rufino a su padre que despachaba unas chuletas de puerco.

—¡Papá, ahorita vengo!

—No chingues, Rufino, te largas ahora que hay tanta gente.

—No me tardo, regreso en chinga.

Pasaron un par de horas. Se presentó en la carnicería un Don. El papá de Rufino no entendía muy bien que quería. Le dijo soy de la mafia o de la maña, no escuché bien. Con su dedo índice señaló el reloj y se largó. El padre arqueó las cejas, levantó los hombros. Se fue a la caja registradora. Contó los billetes resultado de la faena, apiló las monedas. Limpió el sudor del bigote y la frente con su pañuelito blanco. Fue al teléfono, se dio cuenta de que estaba descolgado. Pudo por fin con su celular llamar a un hombre.

—Compa, ya nos jodieron. Se llevaron al Rufino.

—Nos piden trescientos varos para hoy a las dos. ¡Mta!, ya son las doce y ni a chingadazos completo.

Colgó el teléfono y se echó a llorar. Se fue sentando despacito, deslizándose poco a poco por la pared. Hasta que metió su cabeza entre las piernas. Se cubrió la cara y sollozaba como un niño. Suspiros y apneas interminables. Babeaba y se limpiaba los mocos con las manos. Era tanto su dolor que comenzó a gritar. A jalarse el cabello y a golpear su cabeza contra la pared. Sacó de abajo del mostrador una botella de vidrio. Apuraba a beberse el líquido transparente; olor a alcohol muy fuerte. También tenemos buen olfato.

En el primer trago arrugó la cara. Después se lo tragó de prisa. Sus músculos se relajaron y se quedó medio dormido. Al menos eso parecía. Llegaron a golpear a la carnicería. Un mocoso le gritaba: “Don Melqui, ya son las dos, hoy nos toca el tochito”. Don Melqui no se inmutó. A los pocos minutos olí algo delicioso. La carne en descomposición. Salí volando. Me habían ganado el mandado. La mosca azul y sus larvas se están metiendo por la nariz. Debo decir que me cagan estas parientas. Son abusivas. Se parecen un poco a los humanos. Poco solidarias. Siempre se quieren pasar de lanza.

A mí me toca en estas heridas que tiene el Rufino en la panza. Lo que más me gusta son los intestinos. Por aquí esta chido para poner a mis crías. Pobre Rufino, si supiera que su muerte alimentará a 17 millones de individuos, en una de esas sirven para los estudios de la NASA. Quién diría que nuestro cerebro minúsculo dará luz a la humanidad. Porque chavos como el Rufino hay un chingo.

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