Concierto con una benévola serenata nocturna.
Sensatez y sentimientos compendian el repertorio séptimo de la temporada treinta y cuatro de la Sinfónica de Yucatán. Casi una configuración de Jane Austen, la fórmula musical estaría armada de dulces elocuencias y homenajes que son como reverencias. Claude Debussy, agigantado por Arthur Luck, apareció versionado con recursos sinfónicos en su famosa “Claro de Luna”. Luego Mozart, que componía con la misma naturalidad que conversar, quedaría como puntal de la noche con su sinfonía veinticinco, uno de sus incontables destellos de pubertad. El infaltable Tchaikovsky, encantador del público asiduo, reaparecería al lado de la batuta oficial, el maestro J. Carlos Lomónaco. A su estilo purísimo, festejó al eternamente joven Mozart con una suite, numerada cuarta, a la que sin mayor fórmula denominó “Mozartiana”.
La mira del arreglista de “Claro de Luna” es, desde luego, mostrar admiración a Debussy. Era buena idea salir de la suavidad armónica y los contrastes cándidos del piano, para convertirse en canto de sinfónica. Nada hay de equivocado en ello: muchos son los precedentes que lograron un brillo especial que rivaliza con su origen pianístico, pese a que de por sí, el piano sirve de base en los procesos regulares de la composición. Excepto por esta vez. Por fugacidad o liviandad, no fue sino pálido preámbulo en espera del resto de la suite, donde originalmente ocupa la tercera parte. La interpretación, amable y condescendiente con el pentagrama, cumplió el frugal entrante que, en términos de quid, acaba siendo parte de las sombras en un repertorio orquestal.
La expectativa grande estaba en Mozart y con justa razón. La batuta es un látigo y, como caballos de guerra, las cuerdas se lanzan con energía nuclear desde el primer movimiento, con una comitiva de cornos y matices de maderas, quizá con el deseo oculto de no dejarse alcanzar. El sonido cargante pero ágil, iba mostrando las facetas del ídolo salzburgués. Pasando la salida inicial, se las arregla para esbozar un apacible canto de oboe, como la ternura que viene a salvar el discurso y aquello solo va en ascenso constante, de modo que exige, cuando nadie lo espera, contrastes que inclinan la balanza de un estado emocional al otro, así se tratare de una frase vigorizante, luego repetida con la blancura del alma. Justo ahí se esconde el peligro.
La imposibilidad de tales proezas, de realizarlas una vez y otra más, menguaron lo magistral del concepto. No hubo manera de efectuar las gradaciones en el humor de la obra, a poco de haberse inaugurado. La insurrección, para el segundo movimiento, era evidente. El resultado así, triste, quedó redimido en el tercero y cuarto movimientos, lo razonable para lograr un Mozart de trámite, merecedor de más añejamiento, fácilmente asequible si se toma las consideraciones al respecto.
Pero nomás llegó Tchaikovsky y se alinearon las estrellas. Un panorama nuevo se abrió frente a la audiencia; entonces, la ejecución de aquella Mozartiana se deshizo en amabilidades. Los fragmentos de su estructuración, recordatorios del austríaco en momentos al acaso de su vida profesional, fueron el afectuoso homenaje con que Tchaikovsky utilizó sus recursos orquestales propios, los habituales de costumbre. Elige una Giga, como jugada inicial, que le vino como pandemia a presidente mentiroso (antaño, lo común era decir como anillo al dedo), gracias a su vertiente dancística con que es reconocido de inmediato. Brevísima y potente, sigue dándose permiso en sus afanes bailables con un Minueto, con que recrea los motivos del Wolfgang maduro, la novedosa adquisición para variar sus circunloquios habituales.
El logro mayor en términos de desempeño sonoro, consistió en la plegaria -o Perghiera- el tercer movimiento hecho de la delicadísima Ave Verum Corpus, aproximada tanto al sonido italiano, que luciría como extractado de Verdi, que tanto desdeñara al gigante de Salzburgo. El arpa, de nuevo simula el paraíso lejano para muchos, ambicionado por todos. De principio a fin, cada compás mantiene asida la solapa de quien tuviera oídos.
El cierre de la suite, es una asimetría para seguir accediendo a Mozart. El cuarto movimiento es el pretexto hacia el continuo espíritu, manifiesto en cualquiera de sus ballets. Tchaikovsky deposita en el concertino, para el caso en manos de Christopher Lee, una serie de pasajes virtuosos que son la perla del subconjunto de variaciones: su ejecución impecable gestionaba una respuesta orquestal balanceada por el control de batuta.
Sin duda hay ajustes pendientes en más de un aspecto interpretativo, necesarios a realizar. Lo mejor es que la orquesta tiene capacidad para ello; nada le impide interpretar a Mozart con la pulcritud de su verdadero trazo, tal como ocurre con el melodista ruso, omnipresente en todas las temporadas, conquistador de todos los reconocimientos. Será cuestión de decidirse o quizá de sentarse a hacerlo. Las ovaciones tantísimas, acostumbradas en cada sesión, bien lo merecen como ahora con Tchaikovsky. ¡Bravo!