Josep Vicent y Juan José Pastor cimbran a la OSY

El programa número seis de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, en sus representaciones del 6 y 8 de marzo de 2020, significó una dosis doble de tranquilidad* a través del arte de la Música. Entre la inédita efervescencia social, no local o nacional, sino de cobertura amplia en el mundo a favor de seguridad para las mujeres -aunque otros tintes maticen la exigencia-, ver las promesas del repertorio alegaban lo valioso de su obsequio. Escucharlas, sería otro tema. La entrada era con Mozart, interpretado en corno francés por Juanjo Pastor, principal de casa, flanqueándose de Dvořák y del homenajeado de temporada, Ludwig van Beethoven. La selección de obras, secuencialmente andaría de la Obertura Carnaval opus 92, hacia el Concierto para corno número cuatro KV 495, para cerrar con la muy célebre quinta sinfonía del inclasificable Beethoven. Para todo el compendio, un director español fue invitado a suplir al de planta: Josep Vicent bajó de su mundo de giras internacionales, para interpretar versiones isotópicamente inesperadas de lo anunciado.

El teatro, en su comodidad habitual, recibía una audiencia ciertamente copiosa y cómo no, considerando el atractivo de aquellos grandes nombres. Una atmósfera suave permitía a los músicos verificar la afinación de sus instrumentos y realizar los ajustes finales sobre los pasajes de exigencia. En un instante, el invitado ya estaba marcando los acordes iniciales de la obertura carnavalesca, desarrollada a una velocidad vertiginosa -paroxística- para las raíces eslavas, lenguaje constante en toda la producción de Dvořák. Sin poder disfrutarse la autenticidad de su confección, ahora convertida en foro circense, la sala plena saltó de sus asientos al feliz término de la interpretación. Los embates a cada frase -ya vencidas- surtieron el efecto cautivador de un espectáculo moderno, casi pleno de fuegos artificiales, relegando el posible mensaje del compositor a un segundo plano u otro más lejano.

El estallido de bravos y ovaciones eran refrendo de la intención: nunca había sido recrear al genio, sino aligerar la diversión con bengalas y estruendos. En ese sentido, hasta la vocación de la sinfónica era otra, más acorde al gusto del villamelón, que no desperdiciaría la oportunidad para mostrar su alma de cobre, con toda clase de impertinencias, como el infaltable ruido de dulcería desempapelada, por mencionar solamente uno de varios. No iba a ser una ocasión con los refinamientos del caso; había qué mirar el todo como una atracción y menos como un reencuentro honesto con obras impregnadas de perfección.

El turno del solista llegó y dentro del contexto trazado, siempre intentaba abrirse paso. El sonido de Juanjo Pastor está hecho de calidez. Hilvana la expresión con recursos que llevan a la gracia, la que Mozart espera de todas sus composiciones. Las melodías, en ascenso y descenso, se nutrían al llamado del intérprete. Cada cromatismo era entregado con la mayor naturalidad lo que, en contrapeso, no podría lucirse más allá que de cierto punto, considerando la inercia altísona de una orquesta que, por su parte, avanzaba con zapatos desanudados. Para la batuta, Mozart era un producto artesanal, sin otras pretensiones que brillos ocasionales, como los alcanzados en el rondó final. Contra todo ese viento y toda esa marea, el premio a Juanjo estaba justificado: la ovación, bien merecida, le instigaba a dar un poco más de sí, aprovechando verle fuera de filas, algo poco común. En reciprocidad, “Oblivión”, de Astor Piazzola, desplegó su inmensa melancolía para brindar un encore absoluto de belleza.

De pronto, flores. Mientras Mozart pedía la humildad de un ensamble de cámara en coherencia con su corno, Beethoven conjuntaba recursos sonoros bastante enérgicos, en esta que pertenece a su gama de piezas emblemáticas. El maestro huésped, transfigurado, inició sus requerimientos. Una indicación generosa hizo admitir el brío de esa quinta sinfonía, servido con esmerada precisión. El primer movimiento en equilibrio -esta vez- quedaba sencillamente clásico. No obstante su comprensión de Beethoven, ciertas grandilocuencias eran innecesarias, pero perdonables lo que, de inicio, hacía interesante la interpretación. Allí había espíritu y lo necesario para una musicalidad gozosa, afín a las ideas del genio compositor, dictadas por su niño interno o por una compleja fe, distinta de la usual.

El impulso prevaleció en los movimientos siguientes, aunque desatendiendo una buena cantidad de expresiones, como los súbitos fortes -elementales del lenguaje beethoveniano- o la ansiedad de alcanzar un volumen más alto, cuando ya no hay modo de subirlo más; la gradación quedaba en utopía. En desagravio, divertidos recursos coreográficos invirtieron el concepto: no habiendo mayores necesidades, la propia orquesta propiciaba aquel ánimo, en la mejor tradición de Dudamel y de la Parra, donde lo importante es ver antes que escuchar, aliciente de quien, por curiosidad o por escaño social va a la sinfónica.Inusitadamente, los aplausos dieron más. Produjeron otro encore, poco común viniendo de toda la orquesta. Dejando atrás la exultante sensación previa, mediante Sibelius y su Vals Triste opus 44, el público terminó de agradecer la labor de la OSY.

Es estimulante conjuntar obras de buena densidad, del legado de los más grandes, como en esta ocasión. Son bienvenidas las obras de menor calado, densas también, pero en otro sentido. Más aún, es gratificante redescubrir el talento en aquellos como Juanjo Pastor, que por norma son parte de la mezcla grupal. En manos suyas, como en algunos más, el mensaje emanado desde el papel se aproxima a quien escucha; la sensibilidad hace lo demás. El peso total es de encomio, consideradas las vicisitudes que lastiman a la sociedad o la sed que individualmente, surge por el arte. ¡Bravo!

*Esperamos se encuentren bien los exentos de dicha tranquilidad: la sección de trombones, sufrientes de un incidente que pudo tener graves consecuencias. Desde aquí, fuerte abrazo.

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