Wagner, Tchaikovsky, Borodin y Strauss anuncian la primavera

Concierto de maderas sinfónicas en la OSY.

La combinación de pensamiento y emociones en el repertorio acabó siendo en una experiencia de total suavidad. El repertorio de la Sinfónica de Yucatán, en su programa sexto -el que va de enero a junio de 2019- fue diverso pero al mismo tiempo unificado bajo un criterio de romanticismo y nacionalismo, que entre sí comparten estirpes. Ya cercanos los tiempos de calidez primaveral, que en Yucatán es un atisbo al infierno, esta tertulia musical tuvo efectos balsámicos, inusitados hasta cierto punto según se esperaría de los compositores al frente: Wagner, cuyo temperamento trasciende por irse a los extremos en sus sonoridades; Tchaikovsky y su coterráneo Borodin, que sus alquimias personales los llevan al romanticismo más vigoroso o a ser folkloristas, en el ímpetu de subrayar sus particulares nociones patrióticas. Y el Strauss más grande -Richard- ajeno a los célebres valseros con quienes no tiene parentesco alguno y que para la ocasión aportó la música estelar, un canto entre fagot y clarinete a manos de dos maestros emanados de la propia sinfónica.

Otra grata presencia -finalmente- fue la de un director mexicano, el maestro Gustavo Rivero Weber, quien ha dado lustre a la ejecución pianística oscilando a convertirse en director orquestal, con una trayectoria amplia desde el INBA y la UNAM. Pero en día domingo las cosas cambian. Los ritmos cotidianos se hacen diferentes, más lentos y con menor formalidad, como puede pasar hasta en las mejores orquestas. Wagner no tiene la paciencia de Borodin. Ni en la forma de respirar, ni en sus intentos de mostrar delicadeza y menos al expresarse en las dinámicas musicales, esas que llevan a percibir cuando el sonido es alto, cuando es bajo y cómo ocurren los procesos intermedios mientras se frasea de un punto al otro.

El recibimiento al invitado, amable y cálido, no predecía la pereza de las tropas que le invitaron a dirigir. Wagner en modo flojo no era realmente él mismo. Cuando el caballo que no quiere galope, la espuela tendrá que dar la orden. Entonces la batuta fue más enérgica y aspaventosa sin llegar a la exageración: al instante los titubeos iniciales se volvieron precisión y talento expresivo, como todo lo que pide el dueño de la partitura. Esa primera entrega, la “Obertura Rienzi” cuajó en una interpretación llena de belleza y equilibrio. Cumpliendo su cometido inspirador, se ganó una sincera ovación, entonces sí, vaticinando el gran valor de la velada.

Miguel Galván y Paolo Dorio son dos instrumentistas en fagot y clarinete, respectivamente, que merecen estar en las mejores orquestas del mundo y que afortunadamente forman filas en la de Yucatán. Dueños de técnicas impecables y de una elevada capacidad expresiva, se lanzaron a la conquista del “Dueto Concertino para clarinete y fagot” del Strauss bueno. Las diferencias en las voces de estos vientos maderas se convirtieron en tejido de cualidades asombrosas. Strauss, enfatizado por los discernimientos que Berlioz plasmara en su legendario “Gran Tratado de Instrumentación” (1844), estuvo consciente de lo que podía esperar al desprender a todos los alientos de la orquesta para depender únicamente de estos dos. Utilizó los rangos medio y grave del fagot, conocido por gutural y taciturno para hacerlo cantar con el de por sí melódico clarinete, en un diálogo que sobrepasaba a la orquesta de cuerdas como quedó convertida la sinfónica. La secuencia eslabonada de tres movimientos -allegro, andante y rondó- dejaba una cauda de tal elegancia que la tarde se justificó en una vivencia de la más sincera alegría. Las ovaciones rindieron un tibio homenaje a una interpretación superior en todos los sentidos.

“Las Estepas de Asia Central”, una de las célebres partituras del multifacético Aleksander Borodin, fue la más ligera en escena. Se constituyó como una bisagra hacia otro panorama, aquel reservado a un discurso más recargado de romanticismo, cerrado por la creación de otro de los rusos grandiosos. La gradualidad en sus acordes no ambiciona el grito ni el estruendo, sino la contemplación de un gran horizonte, haciéndolo caber en la memoria del cerebro o más aún, en la del espíritu. Versificando un discurso bucólico y de ensueño, sus melodías largas siembran un campo de paz perfectamente acotado por batuta y orquesta, en el más amplio dominio de su magisterio.

Lo lamentable fue que para entonces, el anticoncierto había afectado la percepción de la nutrida concurrencia, tanto para los de niveles superiores como para quienes estuvimos a dos pasos del espectáculo. Ha sido el estupor de siempre: en la quietud de la sala los teléfonos móviles sonando en su impertinencia característica; las inagotables toses y las insolentes envolturas de celofán de esos caramelos compartidos de villamelón en villamelón fueron el refrendo de Mateo evangelista cuando exhorta a que las perlas no sean para los cerdos.

Es verdad. El esfuerzo para lograr una interpretación así fuera una escala simple -que de simple no tiene nada-, exige la depuración de las técnicas y su exaltación mediante la interpretación que se alcanza con la escuela y con los años. Lo allí presentado fueron obras maestras que merecen, por lo mínimo, atención y el silencio respetuoso que permita a los intérpretes dar lo mejor de sus capacidades. La música es un arte supremo y están de sobra las palabras respecto a la sensibilidad que manifiesta.

La última visión, al estilo Tchaikovsky, cerró el momento con algunos de los más famosos estribillos de su catálogo tan clásico para el conocedor como para el inexperto. La transición, lograda por la selección de las composiciones, en una gama global fue del forte al piano. Ciertamente resultó ser una experiencia de refinamiento que, en su sencillez, al final pudo convertirse en algo expresivo, dotado de gracia, sobre todo aquel dueto de maderas que simplemente mereció el vigor al doble de los aplausos recibidos. ¡Bravo!

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