La OSY despliega a dos monstruos: Dvorak y Brahms

"Destacando por sus densidades, por su exuberancia, las obras fueron un plato fuerte de la temporada. Los libros de Brahms y de Dvořák (prácticamente de cualquier compositor monstruoso), son garantía de ello en manos de la Orquesta Sinfónica de Yucatán." Felipe de J. Cervera

Segundo programa de la temporada treinta y nueve de la Sinfónica de Yucatán: triunfo contundente. Así sería, en pocas palabras, el resumen de cuanto ofreció la orquesta en sus fechas 27 y 29 de enero de dos mil veintitrés, en el Palacio de la Música; pero su abundancia merece una explicación o muchas, las que resulten necesarias. Habría qué empezar por el contexto, por el campo de batalla: repleto en su totalidad. Descartando el entramado de luminarias apuntando desde el cielorraso, que le dan un aura de estudio televisivo, su mayor bondad estriba en la devolución acústica de la sala. Quizá es redundar en lo dicho, pero vale la pena recalcar que, aun en la penumbra total, el sitio es un espacio feliz para el oído.

En este recuento, es imposible dejar de señalar la integración de las familias instrumentales. Está garantizada. Se percibe claramente cómo del macizo de chelos, sobresale uno en el pasaje solista y cómo se regresa por donde vino, para mantener la suntuosidad del Brahms ulterior. Los trombones de Dvořák, por ejemplo, pudiendo vociferar no lo hacen porque no lo necesitan. Prefieren una participación sosegada cada vez que, al concurrir, aconsejan, exhortan, refuerzan, edulcoran como lo más natural en el tejido del que forman parte.

Siguiendo esta vocación, es casi mágico volver a descubrir los timbres dispuestos en las obras – el claro sonido de los instrumentos, de sus matices, de sus recursos y del embate que producen – según los criterios del compositor. Todo se aprecia con nitidez y entonces todo es nuevo, hasta Dvořák, que aparece reluciente, como lo hiciera en vivo ante Brahms hace casi siglo y medio. Son las Danzas Eslavas, de su primer opus – el cuarenta y seis – un ramillete del que esta vez solo se ofreció la mitad, por lo menos suficiente para atestiguar su imaginación ilimitada.

Ha tomado de sí mismo, de los caminos cruzados y de la aldea, en las montañas de su niñez, todos los datos para crear un mundo que comparte como lo entendía él. Algo especial le sucede, como suele pasar en las mentes inusuales: tiene virtudes que no son las mismas de los pentagramas ajenos. Las de Dvořák están unidas por un halo espiritual o lo más parecido a ello. Ha compuesto idealizando culturas cercanas, de las que se apropia porque puede y a las que impone su sello. Cada compás provino de su imaginación, únicamente porfiando en los ritmos originales de su comarca checa y de otras, porque todas le pertenecen. De lo demás, él se ocupa y compone las danzas de una tierra prometida, cuyo mapa existe solo en su interior.

La orquesta hizo una recreación positiva en cada compás del compositor. Las vertientes melódicas marcaban perfectamente su equilibrio con las demás, dejando nada fuera de márgenes. La ejecución, como tenía qué terminar, arrancó aplausos grandes a muy grandes.

Entonces, llegó Brahms. El joven prodigio, predilecto del matrimonio Schumann, se lanzaba a un género siguiendo las estructuras de sus admirados antecesores. La forma sonata, con cuatro movimientos y casi tres lustros de añejamiento, acabó siendo el lienzo para su Sinfonía Núm. 1, a la que llenó de cualidades, un remolino de cambios constantes en el desarrollo de ideas. Musicalmente, está llena de picos, desde su inicio pertinaz – wagneriano – de densidad y forma espiral en sus misterios. Se espera, después de exponer sus temas, de otro momento para replantearlos, como suele ser; pero sus paráfrasis siguen rumbos diferentes: exige atención un momento sí y otro también.

Las violas cobran importancia, como antes la tuvieron los alientos y los chelos. Brahms acomete hasta en sentidos opuestos sin desnivelarse. Termina en una navegación sobre meandros, sorpresivos como Beethoven, cuando necesita ser más candoroso. Ya fue delicado en un fraseo que alcanzó el culmen y se dispone a serlo de nuevo, reconstruyendo intenciones ahora tirando de los cornos o del oboe, hasta arrebatarse en clarinete para llevar la delantera.

El maestro Lomónaco trabaja de memoria. Hace un retrato hablado que conoce muy bien, distinguiéndose una interpretación basada en el espíritu más que en las formas y sus simbologías. Sus ademanes moldean; la sinfónica traduce idealmente todo lo que le piden y eso explica tanto aplauso y vítores al término de la interpretación.

Destacando por sus densidades, por su exuberancia, las obras del segundo programa fueron un plato fuerte en la temporada. Aún es temprana –afortunadamente– por lo que vendrá más música llena de contenidos, lo que obliga a no perderse un sitio en el Palacio, para una experiencia analgésica y de otras enormidades. Los libros de Brahms y de Dvořák (prácticamente de cualquier compositor monstruoso), son garantía de ello en manos de la Sinfónica de Yucatán. ¡Bravo!

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