La pianista Edith Peña ofrece concierto “experimental” con la OSY

Como cuentan las leyendas, hubo un tiempo cuando los compositores no habían llegado al culmen en sus producciones. Ya orbitaban en pos de un lenguaje propio, cercanos a alcanzar el reconocimiento y la preferencia de las multitudes, pero la noche aún estaba oscura. A muchos les pasó, con raras excepciones; como Mozart, que nació sabiendo o como Bach que se limitó a transcribir los dictados de Dios. En el caso de Brahms, pese a su potencial creativo -inmenso- sí vivió la experiencia de no estar atribuido a ser él mismo. Dependió del encomio de alguien más, como el profeta que no vislumbra el alcance de su ministerio.

Sin embargo, en una época de juventud, Brahms dio los pasos correctos: trabajó siguiendo consejos, principalmente los propios de su creatividad. El Concierto para piano y orquesta número uno, de su opus 15, está construido como catedral, con profusión de ideas y un manejo eminente de los recursos sinfónicos. Para su interpretación, la OSY contó con la solista venezolana Edith Peña, recibida con calidez por la audiencia y por el sol de nuestra ciudad. Su interpretación alcanzó a cubrir todas las exigencias del genio, con desajustes perdonables en un par de momentos, insignificancias que nunca demeritaron la calidad de su discurso. Solo que, en cuanto al Maestoso -primer movimiento-, la orquesta se enfrentó a un potro salvaje. Se vio reforzada en toda su cuerda. A pesar de ello, no encajaba todo en su sitio.

La sonoridad en papel decía una cosa y en cambio, una respuesta acartonada tomaba la forma de pizzicatos o de fraseos con intensidad no suficiente. Incluso se llegó a descartar la elemental afinación en álgidos finales expresivos. Desde luego, la partitura de un Brahms jovencísimo era ambiciosa; por lo mismo, con tendencia a exigir un palmo adicional de lo técnicamente factible. No obstante, conforme avanzaba, el Maestoso se mostraba enhiesto y firme, con mayor certidumbre en su diálogo con el piano. La pianista, mientras tanto, seguía derrochando dominio en los matices –quasi absolución- en una obra poseedora de mil acentos.

Con el segundo movimiento, un Adagio intimista pero fastuoso, la sintonía esperada se obtuvo definitivamente. La charla entre orquesta y pianista se daba con naturalidad y cuerpo, como cuando Brahms incorpora la cuerda grave al desempeño del piano, arrojando el vaticinio sonoro que sería cúspide de su vida futura. Cerrando con el Rondó alegre pero no demasiado, piano y sinfónica elevaron la voz ejerciendo una personalidad distinta de cómo empezaron. La obra en sí misma es poéticamente densa y rigurosa. Sus dificultades técnicas son tales, que podrían generar una teoría propia. No siempre, como en esta ocasión, se pueden superar holgadamente, pero dejan al aire la promesa de una mejor ocasión.

Cargando una trayectoria de triunfos al perpetrar su Suite Núm. 3, opus 55, Tchaikovsky intervino con intención de ser el garbanzo de libra. A diferencia del tiempo novel de Brahms, se muestra excedido en ser él mismo. No se reinventa; gira en círculos con atributos semejantes a los de sus obras anteriores. El resultado cíclico y previsible pudo ser desangelado, con la salvedad del solo violinístico a manos de Collins Lee, primer concertino. Algún influjo tiene la acústica del teatro que deja la expresión a medio camino. De ninguna manera se trataría de minimizar al genio, porque es un genio; pero al abusar de los graves ostinatos -esas notas largamente estáticas, invariables como canto de sapo- restó gracia a la idea general del Scherzo, tercer movimiento que deriva hacia un final fanfarrioso, de lo más incidente en la producción del romántico ruso.

Dejando de interesar, entonces elige el recurso de sonar fuerte. O muy fuerte. Por interpretación como por su buena factura, lo mejor de la suite se debe al Vals Melancólico, segundo en la lista. Melodioso, sin recargarse en contrapuntos innecesarios, afortunado se nutrió de la cuerda con acentos y líneas de belleza infinita, agregando aderezos de arpa para una dulzura consistente y con timbal al mínimo, única percusión admisible.

Las condiciones del concierto en día diecisiete de mayo de 2019 -ajenas al alcance de cualquiera- hicieron del onceavo programa una cosa peculiar. Para una ciudad de calles estrechas y con insuficientes recursos viales, convocar a toda la población a una oferta cultural como la víspera de La Noche Blanca rebasa su capacidad de organización, puede crear retrasos y por supuesto, los crea. A destiempo, varias personas pudieron acceder al interior del teatro, lo que reforzaba la inquietud general, sometidos por un clima artificial que simulaba funcionar y que propició el uso de los programas de mano a manera de abanico.

Durante el Tchaikovsky -por extraño que parezca- al escape habitual de El Cronista, se sumó el de otros varios, en esas estampidas que nunca consiguen ser discretas. La coronación a tantos yerros fue un timbre de celular, el más famoso, en versión de guitarra. No obstante, sobreponerse a una serie de detalles desafortunados no es cosa sencilla; el goce de obras llenas de significado, a pesar de su carga experimental o perifrástica, se agradecen con aplausos que finalmente alcanzaron a ser -con el potencial disponible- exigua celebración. ¡Bravo!

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