Ovacionan a Zurakowski en la OSY

Mérida se rinde ante el director huésped originario de Polonia.

Dos años después, Bartosz Zurakowski regresó a Mérida para refrendar las alturas de su dirección orquestal. Prescindiendo de batuta, ascendió al podio para dirigir el séptimo programa de la temporada septiembre diciembre 2019, con obras de tres compositores imponentes: Beethoven, con su octava sinfonía; Massenet, con la suite para ballet “Le Cid” y el tradicional para Mérida Tchaikovsky, con su “Capricho Italiano”.

Por medio de una dotación mesurada en metales y más aún en percusiones, la Sinfónica de Yucatán inició su labor recreacionista de aquellos compases precursores de la más famosa sinfonía del creador alemán. Beethoven utiliza un patrón repetido en sus producciones. Es grandilocuente sin llegar a lo burdo ni a lo absurdo y, por arte de magia, se transforma en lo contrario, alcanzando súbitos niveles de dulzura con melodías que nuevamente quedarán convertidas en explosiones armónicas. El acabado a sus planteamientos está cubierto de gracia, como un niño que sonríe mientras juega con cada instrumento.

El maestro Zurakowski, comprendiéndolo todo, divulgaba las pueriles intenciones del genio con ademanes y gestos, así fuera necesaria una danza furtiva que en ocasiones le hacía explicar algún fraseo mediante contorsiones. Los allegros y el minueto que forman esta maravilla sinfónica, con toda su energía liberada, tuvieron como único traspié una duración breve como suspiro. Esa reacción en cadena fue el vislumbre de lo que acontecería después. Beethoven, procurado en sus engaños habituales -fácil de escuchar, difícil de interpretar- quedaba manifestado frente a la audiencia que colmaba al Peón Contreras y que aplaudía con sinceridad los destellos del director invitado.

El refinamiento melódico de Jules Massenet vindicó que la música española también es preciosa cuando viene de un francés. Mientras el cantar de gesta se centra en la leyenda de Ruy Díaz de Vivar, el sentimentalismo del compositor bosqueja estampas provincianas de toda la España con su suite “Le Cid”. Con ella describe la musicalidad de un pueblo que llegó a su unidad nacional antes por cultura que por las armas. A ritmo del triángulo y los címbalos, enaltece con las castañuelas lo emocionante del espíritu en Castilla, Andalucía, Aragón, Cataluña, Madrid y Navarra, cadenciosamente reflejadas en melodías para ballet -antes de ópera- con profusión de festividades anotadas en partitura. Massenet pone el canto de oboes, flautas, trombones y cornos en modo eficiente y puntual para aderezar a los arcos de toda la cuerda, a veces más densos y marcados, sucedidos de pizzicatos que solo enriquecían las almas de aquellas danzas, regidas a mano -y con el cuerpo- por el maestro Zurakowski.

Los metales, ahora más amplios que en Beethoven, ilustraban la imaginación de Massenet en los detalles álgidos, en alternancia con las maderas. En la estampa madrileña, el arpa finalmente se une al corno inglés, con la discreta aparición del contrabajo y de los chelos, describiendo un conmovedor sentido campestre, común en aquellos tiempos lejanos a la industrialización de nuestra actualidad. La culminación de la suite, en estruendo galopante, tuvo exactamente las mismas consecuencias de la primera obra: el aplauso totalmente convencido de que aquello era una exhibición de belleza por todo lo alto.

Nuevamente el extranjerismo habló con sapiencia. El cuasi nacionalismo del ruso Tchaikovsky se volcó en admiración por los italianismos tradicionales, según pudo impregnarse mientras estuvo en la preciosa bota. El “Capricho Italiano” es una gema de finales del siglo XIX, cuando el compositor se hallaba en su madurez creativa y vital. Protagoniza su versión con cantos de trombones y trompetas, irradiando la energía del pueblo que fulgura sus atuendos folklóricos en honor de santos y de santas patronas, al clamor de ser escuchados por la comarca entera y por las deidades aludidas. Impresionado, Tchaikovsky infiltra en su cerebro esa gama hecha de fe y esperanza. Posibilita ese entendimiento al lector de su partitura y traza con grandes pinceles un mensaje italiano a través de su romanticismo ruso. Logra sus anhelos con creces y de nuevo la sinfónica, exaltada con suficiencia, lanzaba una interpretación merecedora del mayor agradecimiento.

Parecía impensable que pudiera romperse el encanto monótono: el de un repertorio insistente en retener a Tchaikovsky como héroe doméstico. Zurakowski demuestra esa alternativa. Exhorta de tal modo las posibilidades comunicativas de la orquesta, que su oferta es una renovación de todo cuanto antes se había escuchado. Extrañamente, los matices siempre han estado allí, categóricos y estrictos. Sin embargo, a este césar hay que dar el reconocimiento de que, además de entender cuánto encierran las obras, cuenta con recursos bastantes y suficientes para imponer una versión sin límites expresivos. La vehemencia de su trabajo estuvo coronada del aplauso -puesto en pie- del pleno, que así obviaba su buena impresión. Los reiterados aplausos arrancaron un obsequio más, un tema orquestal oriundo de su Polonia, que dirigió a sabiendas de que, en cada compás, había una perla para el público de su noche perfecta. ¡Bravo!

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