Brillan Emanuel Salvador y los mexicanos en la OSY

Revueltas, M. Ponce y el Salón México de Copland en el concierto del fin de semana

Como suele ser costumbre, la elección del repertorio en la Orquesta Sinfónica de Yucatán tuvo un buen tino prodigioso. La noche del nueve de marzo de dos mil dieciocho, en el quinto programa de su temporada enero-junio, fue protagonista el sentido de patriotismo a otra usanza. Los dos compositores de la primera mitad del concierto así lo sugieren. Con Silvestre Revueltas y Manuel M. Ponce, centronorteños, virtuosos para hablar en mexicano, se reconstruye un sentimiento nacionalista de intenso sentido provinciano –en el caso del primero– y un quimérico ensueño emprendido por el segundo. En esta parte fue principal la intervención del portugués Emanuel Salvador, violinista laureado en todas partes que se presente, dueño de un sonido de calidez y profundidad fuera de toda descripción.

De inicio, Sensemayá fue el despliegue de disonancias con que Revueltas cautivó en su tiempo y con las que sigue despertando admiración, pero mucha admiración. Esta cuasi poesía sinfónica tuvo su origen en versos del inmortal Nicolás Guillén, en cuya musicalidad el compositor halló los elementos para expresar la peculiaridad de su estilo. La cuerda, agresiva y avasallante, fue perfecta para el hálito de esoterismo y trasgresión hacia lo misterioso. Fue antesala de un allanamiento de metales, que en su festividad explosiva aturdieron, asombraron e implantaron de nuevo la honrada satisfacción de ser mexicano. La combinación de flauta con trompeta en uno de los pasajes de transigencia aparente, llega al alma como un elíxir. En medio de las fuerzas rítmicas, con poderosas percusiones –casi melódicas, de tan bien timbradas– la tuba se pasea y por momentos es reprendida por trompetas y trombones. Sensemayá es una evocación prehispánica pero sobre todo indígena en un contexto de diáfana atemporalidad.

 

La aparición del violinista portugués Emanuel Salvador causó un doble impacto. El primero, supuso la sorpresa de todos o al menos de una mayoría. De indumentaria en negro habitual, el concertista llevaba una especie de gigantesca serpiente, de brillantes escamas platinadas, plasmada en su costado derecho. Era su entrada la de un estandarte de dudoso gusto, transfigurando la bífida lengua de víbora en sonrisa que manifiesta un carácter dulce. La ovación, discreto saludo, fue interrumpida por el inicio del primer compás.de Manuel M. Ponce, es en sí mismo, una especie de fantasía a la mexicana. Está tan adelantado a su época, que es imposible

vincularlo a los rancios esquemas afrancesados, como en tiempos de Juventino Rosas, no obstante haber sido tangencialmente contemporáneos. Ponce se define en esta obra como un creador ilimitado y desprovisto de los tradicionales vínculos con la naturaleza y sí con tendencias arriesgadas, más futuristas. Refleja un instinto vanguardista en tres movimientos, extensiones colindantes de un mismo concepto. En su Allegro non troppo, el solista promueve una respuesta de alientos en melodía repetitiva, como un coro de ranas en la lluviosa noche. Se mueve en sucesión de escalas y melodías alternadas, hasta la cúspide de lo que da el violín y de vuelta a lo más grave de su registro, todo a la velocidad de un parpadeo. La sonoridad de orquesta y solista, grandilocuencias aparte, en todo momento conservó el más puro equilibrio, dando importancia a las estipulaciones del compositor, quizá hasta un palmo más allá de lo imaginable.

Entre la diversidad de aspectos relevantes, quizá el más sobresaliente radica en el arco de Emanuel Salvador. Lo esgrime como si no lo sujetara, alardeando una naturalidad que es aspiración de muchos con violines al hombro. El resultado es un sonido exento de presión o de aspereza, pero perfectamente capaz de evidenciar la máxima pureza en sus matices. Deja en claro las invenciones de su arco y patentiza las horas interminables depurando su talento. Fascinando en cada detalle, con refinado criterio, plasmó una interpretación que iluminó la sala, dibujando admiración hasta en los rostros de sus compañeros de escena. Este fue el segundo impacto.

Dando continuidad al mexicanismo dispuesto para la ocasión, del neoyorquino Aaron Copland dos obras fueron presentadas, Salón México y la Suite para ballet Billy The Kid, ambas acontecidas a mediados de los años treinta del siglo pasado. La primera, es una rendición de amor a nuestro país, como lo experimenta el que llega a estar cubierto de cielo mexicano y que muchas veces cumple su ilusión de echar raíces aquí. Reminiscente de canciones muy viejas, como La Jesusita y La Adelita, Copland sazona lo mejor que puede para aproximarse al sabor nacional. Considerando los alcances de su mezcla programática e impresionista, sella su creatividad pensando en la cinematografía. Su devoción tiene lógica y es de agradecerse. Después de todo, falta escarbar casi nada para descubrir que en suelo estadounidense habita el alma de México.

La orquesta lanzó voladores con el ostentoso rugido de sus metales y sus descomunales percusiones, con una tuba magnífica de nuevo, apoyando los duetos a capricho de trompetas con cornos o de flautas complicadas de clarinetes. Como cierre, los temas para ballet que forman Billy The Kid mostraron el recuerdo del oeste indómito pero con trasfondo nuevamente mexicano, sin duda en forma de danza, tercer episodio de la suite. La moderación del volumen poco a poco desaparece del planteamiento de Copland. Está determinado a ser escuchado hasta por aquellos caídos en enfrentamientos con salteadores o por defender la honra según se hacía en medio del siglo diecinueve. Crecida al punto del gigantismo, la Orquesta Sinfónica de Yucatán cumplió los requisitos del grande Aarón, cautivando con esplendor a la audiencia, ante la cual si por asomo fue injusta, habrá sido por concluir demasiado pronto. ¡Bravo!

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