Moluscos hechos cadáver

Un relato de Verónica Rodríguez.

Le dejó los libros y el espejo que nunca miente. Sentado en la vieja mecedora frente a la luna estilo provenzal, y bajo la luz tenue de la única lámpara que alumbra su suerte, Adrián Zúniga esboza en su pensamiento las imágenes que el mueble de roble esconde, y que aparecen reflejadas cada vez que se mira: las mentiras, las humillaciones, los golpes.

Tras la llamada por la noche, encontró al fin a quién legarle sus únicas pertenencias y escribió su testamento.

Pasa los dedos por entre los pocos cabellos que penden blancos sobre su cabeza, recorta el bigote, alisa el cuello de la camisa y sale sin prisa de las cuatro paredes forradas de libros apolillados, hacia su encuentro. Está cansado, futureó en vela sobre lo que ella pensaría de su aspecto. No queda nada de aquel joven de piel blanca, alto como cactus en medio del desierto, abundantes risos reflejantes de sol, manos delgadas, dedos de pianista.

Adrián Zúniga manotea en el aire para desaparecer las imágenes violentas que le devolvió el espejo y se concentra en el día que la conoció, mientras camina las cinco cuadras que les separan. Fue un verano de canícula en el que ni la brisa impregnada de partículas de mar detenía los hilos de sudor delineados sobre las espaldas de los bañistas. Así la encontró a su paso, acostada sobre las montañas de caracoles que arroja el mar: puntos brillantes en la piel expuesta, color moreno en contraste con el diminuto bikini blanco. Una diosa descansando sobre los moluscos hechos cadáver.

Dos seres hermosos son positivo y negativo, de ahí que esa tarde de candente playa bastara para que se mantuvieran juntos a pesar de… Adrián Zúniga deja por un momento el recuerdo al percatarse que el vecindario luce vacío. ¡Qué va, son las seis de la mañana! vale la pena esa vigilia y todas las noches en las que la padece desde que ella se fue. Desayunarán como antes, charlarán, y él repetirá muchos “gracias, gracias por volver”. No podría ser de otra forma, la ama, la desea, extraña lo hermosa que es. ¿Después de 20 años? Sí. Tanto tiempo ha guardado el espejo que nunca miente el horror: uñas incrustadas en su espalda; ampollas en los brazos de cigarros apagados, así, como si fueran ceniceros. Todo eso fue la diosa de Adrián Zúniga. Mala pero inconcebiblemente hermosa.

*****

En el café no hay más comensales que ella esperándolo en la única mesa discreta. Adrián Zúniga la mira de espaldas, y sonríe ante el destello que irradia el brillo de sus hombros descubiertos.

Sentados, platican como adolescentes que se coquetean por primera vez, al tiempo que toman la primera taza de chocolate caliente. Durante la segunda se rompe el silencio de vez en cuando: ¿te casaste? Tus papás, el trabajo. En la tercera taza ella llora, está arrepentida y pide perdón. Toca las manos de Adrián Zúniga y se las lleva al pecho pero él no la atiende, porque sus ojos están embelesados ante el hermoso rostro moreno, el mismo de la playa.

Las cinco cuadras de felicidad de camino al cuartito duran una eternidad para Adrián Zúniga, que lo único en que piensa es en hacerle el amor frente al espejo. No le preocupa nada, ni siquiera el aspecto que a él le han cargado los años. Piensa que ella lo quiere así, a ella le gusta así. Caminan abrazados y no deja de bromearla, porque lleva el paso lento, porque no ve las grietas en las banquetas, porque tiene que sostenerse del brazo de Adrián Zúniga cuando se siente sofocada. A duras penas suben las escaleras del edificio hasta la puerta que él abre de un manotazo, dejando al descubierto el espejo de cuerpo entero, alto, imponente como lo fue su dueño alguna vez.

Adrián Zúniga se horroriza ante el reflejo de su diosa. Costal de huesos que sostienen sus brazos. No encuentra el brillo en su piel, lo voluptuoso de sus caderas, ni un atisbo de lozanía en su rostro. El cristal la devuelve vieja, enferma, y él junto a ella aparece como siempre, refractado con los surcos del pasado hechos por las uñas sobre las extremidades, las huellas de las ampollas y las cicatrices de los golpes.

A quién odiar, a ella o al espejo que recibe el primer impacto con su puño izquierdo y el segundo con la cabeza de la mujer que chilla al ver su frente destrozada. Ni una astilla, el vidrio intacto de rajaduras, y de nuevo con los cabellos grises entre sus dedos Adrián Zúniga la golpea una y otra y otra vez contra el reflejo que se devuelve sangriento, cual pintura de Caravaggio, aquella donde David sostiene con asco la cabeza de Goliat como trofeo.

La dejó frente a su herencia, sentada en la mecedora contemplando la verdad, porque Adrián Zúniga ya está muerto mientras camina lento con destino hacia el océano, a yacer en la candente playa junto a los moluscos hechos cadáver. Un caracol más.

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