Mi cocina huele a sueños

En este texto, Osiris Gaona evoca los aromas de la cocina de su abuela, al tiempo que entrelaza el relato de su propia vida junto con otros recuerdos, para dar como resultado un menjurje mágico que va cobrando vida a través de la alquimia literaria... No dejen de leerla.

Mi abuela María lo decía: me agrandan la cocina. Los olores, decía. Y en verdad era más grande cuando olía. Yo, desde que me levanto, la estoy viendo. Lo primero es el humo y detrás, asoma ella. Discreta y pequeña, Ventura, la molendera. Se sienta en una silla chaparrita y me extiende todavía en la mano una tortilla con sal. Le da un aspecto de bruja. Quizá por el humo, que le deforma la cara y hace que todas las arrugas hagan entrecruces y otras corran paralelas. Y hace que la voz de ahora le salga ronca, creo, por el tabaco. Y para más mal, la tiña de los zopilotes en la tendedera, la había dejado sin cabello. Todo eso. Junto. Le acrecentaban el retrato, feo, que la gente hacía de ella. Pero había algo que no podían vituperar. El olor que salía de su cocina. A mí me gustaba el olor de Ventura. Todas las mujeres de mi tierra huelen a limpio y a sol.  La imaginación es la magia más poderosa y yo veía a Ventura caminando en los potreros con la cabellera al viento haciendo conjuros. En mis sueños no le faltaban los dientes. Y aunque la mirara y la viera después con arrugas, ella me decía que en la noche en el platanar, con la luna brillante, dejaría ese cuerpo que habitaba.

Mis primeras lecturas por obligación fueron el Diario de Ana Frank. Recuerdo que la lectura me enganchó tanto que leía bajo la luz tenue del quinqué de petróleo hasta entrada la noche. Adentrarse  en los personajes debe ser algo común. Lloré tanto por la pobre Ana Frank y sus sueños frustrados. Contrastando con esta tragedia, el ingenio y picardía de la Güera Rodríguez me dejo maravillada. Soñaba con ser ella. De alguna manera era contrastante para lo que yo conocía en la vida real. Su ironía y burlarse de clérigos y la alta sociedad la impregnaba de estoicismo. Leía a escondidas las novelitas de lágrimas y risas. Eran unos dramones de miedo. Nos regañaban los abuelos por leer esas cosas que solo despertaban los instintos malévolos de las niñas.

Adivinarán que de donde yo vengo no había grandes bibliotecas. Yo leía lo que tenía al alcance. Aprendí a leer a los tres años escribiendo los rezos de mi abuela y pasándolos a hojas en blanco para sus rezanderas. Prefiero a las escritoras mujeres, porqué estamos constituidas de los mismos materiales y mucha agua. Ángeles Mastretta y su Arráncame la vida al igual que sus mujeres de ojos grandes. Agua para chocolate de Laura Esquivel. El mundo fantástico y a la vez trágico de Isabel Allende me recordaba al mío. El secuestro de mi abuelo solo puede soportarse con la misión de llenar el mundo con jaulas vacías para ganar libertad. Mientras estudiaba la carrera de biología, hacía poemas y escritos que quedaban sepultados entre mis libros de ciencia. La Ciencia tiene que ser objetiva y precisa: no deja cabida a la imaginación ni a hablar con los espejos.

Aunque difiero totalmente, porque el mismísimo Darwin tuvo que haber soñado para poder desarrollar su teoría de la evolución. E.O. Wilson dijo que Dios debe tener un amor desmesurado para los insectos. Son las especies más abundantes. La teoría de Lyn Margulis de la endosimbiosis tuvo que haberla imaginado primero. La ciencia se construye de ideas y de intuiciones; escribimos y soñamos. Necesitamos ser leídos. Los primeros científicos imaginaban una tierra plana cargada por tortugas. La generación espontánea. La teoría de la creación de la vida no está tan lejos de la novela El hablador de Mario Vargas Llosa o de la construcción de Cien años de soledad. Los escritores crean mundos. Manifiestan las oscuridades. De ahí que lo fantástico se toca con la seriedad y la ciencia. O con el humo de la cocina de mi abuela.

Dos sueños he tenido en la vida, uno es ser bailarina rumbera. Soñaba subirme a un podio con piñas y frutas exóticas en la cabeza. Sostenes a lunares y zapatillas que levantaran del piso. Otro,  ser escritora. Mi primer sueño se realizará en una vida paralela. Mis curvas se han enderezado. El brillo de los ojos se pierde, a estas alturas ver es un milagro. Mi otro deseo frustrado resurgió en una pesadilla que tuve durante la pandemia con una fiebre alta por Covid. Soñé que un libro me aplastaba y que mis hijas se quedaban atrapadas entre las páginas. Para poder llegar a la página precisa tenía que escribir. Sólo así podría tocarlas. Escuchaba una voz que me dictaba. Y yo escribía tratando de llenar las páginas. Fue revelador el sueño porque narraba mi historia. Me vi nuevamente en el quicio de la ventana pintada de color verde, siempre verde, con el olor a alcanfor del cuarto de mi abuela y sus historias de amor y desamor. De ese hombre que la abandonó para irse al puerto de Veracruz. El matrimonio sin amor que tuvo y las miles de noches que lloró las ausencias de sus dos hombres: uno que se fue y otro que le quitaron.

Ese día al despertar me llegó una invitación a un taller de cuentos con un profesor cubano. La insistencia de mi amiga fue tal que le dije que sí sólo para que me dejará tranquila. En un año me he despertado varias veces con un sueño, una idea, las luciérnagas que invaden mi cuarto se mezclan con la Xtabay, la mujer que huele a flores de Xtabentún. He visto a Ventura abandonar una jaula y volar como un gorrión. Una bruja frustrada que esconde con pegatina las páginas de su diario porque desea encontrar el amor. He visto los contrafuertes de las ceibas en la selva donde un niño se esconde y me llama madre.

Senior woman baking pies in her home kitchen. Mixing ingredients.

Escribo para que queden en algún lugar mis ideas y mis pensamientos. Porque mi mayor miedo es que un día todo se me olvide. Que ya no pueda recordar a Ventura, a mi abuela, a mis tías como las mujeres de ojos grandes de Ángeles Mastretta. Me han hablado los libros en sueños. No quiero olvidar a la Blimunda de José Saramago y sus artefactos para guardar las almas. Ni los cuentos de Amparo Dávila en sus árboles petrificados. Ni la sensación de cosquilleo y ganas de llorar cuando descubrí a Esther Seligson. Me hubiera encantado abrazarla. Entiendo lo que es la ausencia de los hijos. Ese querer tocarlos y que ellos ya no estén.

Me resisto olvidar la teoría del holobioma que suscribe que existimos gracias a los cientos de millones de bacterias, arqueas y hongos que pueblan nuestro cuerpo; gracias a estos seres en asociación conmigo pude apreciar y sentir el olor de mis hijas, de un hombre que amé, las mariposas en la panza son también su culpa. El mismo microbioma que no me abandona me ha ayudado a adsorber el sabor del maíz, ese maíz que la mágica Ventura ponía en mi mano de niña al tiempo que enseñaba, ya sin dientes, que en los arroyos donde los pastos terminan en estrellas existen flores con raíces en forma de cometas.

Llevo la magia dentro, como mi abuela el humo de la cocina.

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