La violinista Angélica Olivo conquista a Yucatán

En su concierto, la OSY despliega velas con Beethoven, Tchaikovsky y Enescu.

Candorosa. Así se presentó Angélica Olivo, violinista venezolana, en el Peón Contreras. El tercer concierto de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, dentro de su temporada enero-junio 2020, la recibía con grandes expectativas. Como raro colibrí -de púrpura encendida-, frente a la audiencia se abriría paso en los significados del opus 61 de Beethoven, su unigénito concierto para violín. La orquesta iniciaba las elocuencias anotadas en partitura. En ellas se esbozaba un carácter diverso del compositor, que lo distanciaba de su inocencia acostumbrada: era una confesión de armonías, ahora reveladas en párrafos largos, previos al gigante diálogo con la solista. No fue fácil disminuirse para dar la palabra al violín invitado.

La entonación orquestal necesitaba ser un lecho de rosas para dar paso a aquellas primeras declaraciones, pero no se pudo. Olivo superó con el alma el desacuerdo inicial. Emprendió la recreación de la obra maestra en un contexto no esperado. Un ingrediente esencial en Beethoven es la fortaleza, sin llegar al tosco clamor. Sus tecnicismos, envidiados por Paganini, solamente están al servicio de la expresión, como en Mozart o en Prokofiev. Por tanto, así habría que andar. Descarta cualquier virtuosismo, si no es para volverse el canto de un ángel. En los realismos de sus frases, Olivo decía más de lo imaginado; pero en el allegro no demasiado de la apertura, la relación con la orquesta, terminaba en desencuentros: lo suficiente para admitir la madurez superior de la solista, cumpliéndole al genio en sus arcadas.

En el segundo movimiento, hilvanado al tercero, se tanteó mejor el camino. Mucho mejor. Ese violín fue faro para la sinfónica y aquello fue elevándose, a un punto en que no es exagerado señalar que Angélica Olivo es al violín lo que Horowitz al piano. Con su juventud a favor, ofreció a Mérida el anticipo de su destino, sin otro remedio que seguir hacia arriba. El largo rumor de aplausos que obtuvo, dio resultado: como reverencia a J. S. Bach y completa poseedora del escenario, eligió el Andante de la sonata número dos BWV 1003 para violín solo, renovando su poder de encantamiento, ahora al estilo barroco. Aplausos y flores le fueron entregados, como la mínima gratitud ante su talento.

Tras el intermedio, la segunda parte no era de menosprecio. La historia de “Romeo y Julieta” fue para Tchaikovsky, motivo de homenaje a Mily Balakirev, quid del nacionalismo ruso y también fue catarsis a los desengaños de su vida personal, creando una versión un tanto bucólica, cada vez más plena por su forma de obertura y fantasía. La sinfónica, sin el adeudo anterior, con marcada solvencia tradujo el ímpetu del pentagrama. Hizo destacar los murmullos del arpa cuando se basaba en el ostinato, motivo de una belleza limpísima. Luego provocaría un incendio explicando a su modo, lo antes dicho por Shakespeare, el dueño original de la tragedia.

En los violines, la vibración era mayúscula. Auspiciados por el resto de su familia, en los chelos había la necesidad de superarse a los contrabajos. Las maderas, canoras pero fuertes, surtieron su efecto respondiendo a la cuerda que iba al galope. El atropello armonioso de metales, con el trompeta al rojo vivo, quedaba de pronto objetado por el fagot y las flautas y otros pares de sonidos combinados. Los vaivenes surtidos por la dirección de Juan Carlos Lomónaco, lograron el impulso perfecto de la pieza, que obtuvo una batería nueva de aplausos y vítores.

Llegada para el cierre, la Rapsodia No. 1 de George Enescu -su onceavo opus- preservaba el espíritu de lo anterior mostrado, con aquel flujo de destrezas bajo batuta. Como suele ser, el lenguaje de rapsodia exhibe una fantasiosa unión de temas, esta vez unidos por su origen provinciano. Para su estreno en 1903, había una Rumania ansiosa por mostrarse al siglo XX, destacando sus estirpes que, para el compositor, fueron fomento a sus delirantes compases. La OSY enalteció los colores y la gracia de que está hecha. Cumplió las cadencias a cada estallido de acentos, en las danzas de flores que la forman.

El compendio del repertorio impactó positivamente -o más- en el público. Aunque temprana, se puede afirmar ha sido una de las mejores ocasiones de la temporada, que por supuesto, da su palabra de obsequiar más obras inmensas. Lo interesante de haber experimentado la musicalidad de Angélica Olivo, es que se puede acentuar el nivel de la Orquesta Sinfónica de Yucatán. Sin embargo, no deja de ser necesario permitir la maduración de repertorios demandantes, como el concierto de violín para esta ocasión.

Toda grandeza -como es sabido- no se encuentra en el alarde, sino en la delicadeza y candidez en cada expresión, así se trate del acento estruendoso de un Beethoven o sus posteriores. La audiencia actual lo reconoce y la futura debe saberlo: es encomiable que en Mérida podamos contar con presentaciones de alta calidad. ¡Bravo!

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