La temporada 34 de la Orquesta Sinfónica de Yucatán se aproxima a su gran final.
“There are unsmiling faces and bright plastic chains/And a wheel in perpetual motion”. Parsons – Woolfson
El penúltimo repertorio de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, en su temporada treinta y cuatro, tuvo la misma medida afortunada de sus presentaciones previas, las de octubre y noviembre. La suerte ya ha sido echada en esta temporada, con los naipes a favor. Algunas tiradas inciertas, bien superadas, ceden su espacio a nuevas por superar. El tiempo, casi siempre en contra, jamás fue suficiente obstáculo para los obsequios musicales.
La ocasión del octavo programa no ha sido la excepción. Un compositor francés, Jacques Ibert, con su obra “Divertimento” quedó cercado entre gigantes: Ravel por principio con “La Tumba de Couperin” y Mozart concluyendo con una de sus sinfonías adultas -la treinta y nueve- fueron la ocasión ejemplar en el Peón Contreras. La constante en el refinamiento estaba lanzada y, en su desarrollo, lograda con facilidad según pasaban los minutos.
Desafiando la imaginación de muchos, que jamás adjuntaron a Ravel otra pieza que no fuera su mecanicista “Bolero”, la “Tumba de Couperin” indisputablemente llenó sus oídos. Pese al título, el compositor da forma de felicidad a la tristeza. Y trasciende. Su partitura sigue la perfección de aquel su tiempo. Es prisma que refracta melodías en nebulosa, abriéndose paso en sus diálogos instrumentales de manera que, a base de armonías, reparte el sentido fascinante de la obra. Deslumbra con un oboe arpegioso -magistral en manos de Sasha Ovcharov- respondido a la dulzura por el clarinete y acentuado por todos.
Ravel prescinde de formas definidas. Sobrevuela cada parte con un carácter igual pero distinto. Persiste en su melancolía matizando acentos que lucieron su inventiva en las agradables arcadas de la cuerda y en los discretos matices de cornos y fagot. La sinfónica, desde los primeros compases, había ganado el aplauso con el honesto deseo que de aquello resultara lo más prolongado posible. Tal era la prosperidad de su interpretación.
Jacques Ibert fue la liviandad que establecía una atmósfera renovada. Quizá por parisino, por ser un hombre del siglo XIX pasando al XX o por su dominio indiscutible de la escena, siente afinidad de combinar toda clase de vertientes en su pentagrama -incluyendo una pizca de la nupcialidad, según Mendelssohn- haciendo a la sinfónica dar un paso agradable y frugal. Con su bagaje de recursos orquestales y de ópera, Ibert es creador de música cinematográfica. De incidentalismo, varias veces circense, construye una obra candorosa para vestir de alborozo el acontecimiento de disfrutar a Mozart.
La orquesta, cantábile siempre, moldeaba esas ideas ligeras en una versión que alcanzó sin problemas, los afanes jocosos con que fue creada. Aquello de Mozart fue un refugio contra las inclemencias de los días anteriores. La interpretación de la Sinfonía 39, de nuevo demostraba la veta de oro que es el repertorio del salzburgués gigantesco. Cada movimiento, de una inspiración cúspide, con un desempeño pleno de los recursos orquestales.
La concentración, esta vez al límite, puso la nota sobresaliente, lo que hace falta para adentrarse en la mente del clásico. Cabe destacar el desempeño de la cuerda, con un Christopher Lee incansable y tenaz en su subdirección, favorecido de un equipo que dejaba prestidigitar al maestro Juan Carlos Lomónaco.
Qué enorme ganancia fue la ocasión del 4 de diciembre, reconstruida el domingo 6, de un año que ha sido el mayor azote según avanza el siglo XXI. Vendrá la última presentación del año, con su promesa de tener proporciones idénticas a las sesiones que le anteceden. Con ello y el reconocido nivel institucional de la OSY, tendremos evidencia de su importancia: es un bastión cultural para la sociedad yucateca. ¡Bravo!