La OSY concluye la temporada de conciertos 2020

“Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos” . Juan Rulfo

Para el programa noveno, último de la temporada trigésimo cuarta de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, el maestro Juan Carlos Lomónaco eligió un repertorio que, por un lado, halagaría a un rey y a toda su corte; por el otro, representaría el vuelco cultural para el ballet de hace cien años. Dos caras de una moneda que, lanzada al aire, fueron agridulces en su sensacional dirección. Haendel con Stravinsky. Barroco y neoclásico para clausurar una labor cultural que, por encima de su valor artístico, merece todo el aplauso por la gama de insuficiencias y amenazas a las que se ha enfrentado y se sigue enfrentando.

El mal agüero asomaba al presenciar, quizá no el concierto final de la temporada, sino de la trayectoria de la OSY. Fue como una presencia aterradora, todo el tiempo que duró la entrega musical. Dulces dieciséis años de esfuerzos de artistas y no artistas, podrían pesar menos que la decisión de un administrador cuya consciencia -si a esa aberración puede llamársele así- está ligada más a la deconstrucción que a reafirmar los valores de una sociedad a la que supuestamente está para asistir.

Cargando ese desánimo, nos dispusimos a presenciar una exhibición artística de la mejor calidad. La simetría dispuso a la orquesta en el escenario, con un Haendel que compuso magia usando pocos recursos, pero logrando mucho: sus pautados demuestran catedrales hechas de melodías y acordes rayando lo simplísimo. Quedaría rebasada la efervescencia que imaginó, por la evolución técnica de los instrumentos, bien distintos a los que llegó a utilizar: sus fortes y fraseos de sonoridad pasmosa, quedaron encomiables pese al rugido vigoroso de los matices actuales, nacidos de corrientes posteriores a su época.

A la fineza de los “Fuegos Artificiales Reales”, vino una zancada hasta el siglo XX, pocas veces convocado en repertorios y razón por demás importante para merecer nuevas temporadas. “Pulcinella”, extrapolado de la “Comedia del Arte Napolitano” -y tradición en el teatro guiñol- fue planteado por Stravinsky en una suite para ballet, manifestando una aparente retrospectiva al Barroco de Pergolesi, que en esa confección resultó apoyado de otros compositores, ya en el olvido. Realmente, afloró su visión particular: sus recursos abandonan las ideas viejas, apoyándose en detalles contribuyentes a su creatividad.

Mostraba su energía renovando lenguajes y agregando incluso voces. Para la ocasión Anabel de la Mora, Alan Pingarrón y el impresionante Alberto Albarrán -soprano, barítono y tenor, respectivamente- se unieron como instrumentos adicionales a la sinfónica, en apariciones intermitentes sin relación con alguno de los personajes del ballet. La complejidad y longitud de la obra fue acabada a la altura que corresponde, con una disfrutable intención de todo el personal por hacer una función memorable, hasta en el manejo de cámaras, para quienes estuvimos allí desde una pantalla en casa.

No hace falta un estudio sociológico, para comprender cuánto beneficia las presencias de Haendel, Stravinsky o todo el inventario de compositores. Los organismos emiten vida que nutre a otros organismos; en su diversidad estructural, la sociedad florece. Y, al contrario, no hay valor en un conjunto vacío, salvo la oportunidad de reflexionar a quién conferir autoridad en una próxima ocasión. De idealismos se disfraza el abuso en cualquier nivel de gobierno. En México, la presidencia contagia su despropósito a las entidades federativas, virulencia agresiva contra el progreso en prácticamente todas sus formas. La Música -y el arte en general- superará el castigo y seguirá, por su condición inalienable al ser humano.

Gracias, Orquesta Sinfónica de Yucatán por tu existencia, dicho sea sin más, a toda persona frente y detrás de la batuta. Los aplausos para tu noveno concierto se sumen a los de todas tus temporadas, como recordatorio ensordecedor de cuánto tenemos que agradecerte. ¡Bravo!

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