Perderse es maravilloso: una charla con Luis Felipe Lomelí

El escritor jalisciense presentan su audiolibro "Cincuenta ciudades y una lista" (Audible, 2021), definido por el autor como «el diario de una persona con serios problemas de wanderlust». Por tal motivo, Anahí García Jáquez charló con el autor.

Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, Jalisco, 1975) es doctor en historia y filosofía de la ciencia (Universidad Autónoma de Madrid) y candidato a doctor en literatura (Universidad de Kansas). Obtuvo el Premio Bellas Artes «San Luis Potosí» 2001 por su primer libro de cuentos Todos santos de California, el Premio Latinoamericano de Cuento «Edmundo Valadés» 2004, por El cielo de Neuquén, incluido en su segundo libro Ella sigue de viaje, y el Premio Nacional de Literatura «Gilberto Owen» 2017 por su libro de cuentos Perorata.

Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2012 y sus últimas novelas publicados son Indio borrado y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta. Ahora está presentando su nuevo audiolibro Cincuenta ciudades y una lista (Audible, 2021), definido por el autor como «el diario de una persona con serios problemas de wanderlust». Por tal motivo, nuestra colaboradora  Anahí García Jáquez charló con el autor.

¿Es Cincuenta viajes y una isla algo más que un compendio de crónicas de viaje?

Creo que es menos. Los libros de viaje —antes de la fotografía, antes de Google Maps— solían tener descripciones larguísimas y maravillosas del recorrido que llevaba al viajero al sitio en cuestión. Y luego, también, del lugar mismo. El hilo narrativo solía consistir en peripecias y peligros: que si el encuentro con un animal enigmático o si habían sido emboscados en una cañada, que si estuvieron a punto de morir por una enfermedad desconocida para los andantes o llegaron a un lugar nunca antes descrito en los mapas.

Adquiere el libro dando click en la imagen.

Ahora eso resulta un tanto redundante pues, si bien uno no puede ver desde la comunidad de su hogar en la computadora todas las ciudades del mundo como “si estuviera ahí” y, mucho menos, los pueblos y el campo, uno se da una idea de cómo se ven muchas de ellas desde decenas de plataformas en internet: incluso se puede echar una ojeada a Asjabad, ésa ciudad de mármol blanco, como si hubiera sido imaginada por Ítalo Calvino a la mitad de Asia, para donde es casi imposible obtener una visa.

Lo que sí comparte Cincuenta ciudades y una isla con esos libros de viajes es aquello que escapa a las fotografías satelitales: el sentimiento que provoca cada sitio en un momento dado. Y las historias diminutas que, sin embargo, parecen resumirlo todo.

¿Qué criterios usaste para la selección de las ciudades?

Tenían que ser lugares que me dijeran algo. Mejor dicho: que me hubieran hecho sentir algo único. Incluí también varias historias que quise utilizar por años en algún libro de ficción pero que, cada que las contaba en alguna cantina, me daba cuenta de que me miraban como si estuviera fantaseando o echando mentiras. Tal es el caso de la historia de Medellín o de Bariloche y otras tantas.  O peor: cuando las escribía y se las daba a alguien a leer, me decía que me había pasado de tueste con las coincidencias.

Pero el libro de viajes va antecedido por esa genial premisa que dice: “ésta es una historia verdadera”. De modo que el lector, o el escucha, puede creerme o no, pero yo juro que así fue y que por eso mismo ese lugar se ha quedado en mi memoria, porque ahí sucedió algo que parece sacado de un libro fantástico. Así, algunos lugares poco previsibles están incluidos, como Blyderiver o Hsinchu; y otros que son más populares, como Nueva York.

¿La duración de cada capítulo es directamente proporcional a la impresión dejada por dicha ciudad?

Más bien la longitud de cada capítulo es directamente proporcional a la capacidad de síntesis que pude hacer de aquello que experimenté ahí. En algunos casos, como Bratislava, bastaron unas cuantas palabras. En otros sí que tenía que extenderme por más páginas. Y otros más terminaron fuera del audiolibro porque la narración creció y creció y terminaron pareciendo noveletas que sigo guardando por ahí.

Has viajado prácticamente por cada uno de los continentes y has visitado tanto capitales del mundo como pequeños pueblos. ¿Cuál es el común denominador, si lo hay, entre cada uno de esos lugares?

Creo que no hay un común denominador. La mayoría de los viajes han tenido que ver con el azar, otros con dónde aparecía una chamba, otros más porque allá estaba algún amigo. Eso sí: siempre procuraba buscar trabajos que me movieran a otro sitio y, también, siempre ahorraba lo más posible para poder viajar después de finalizado un trabajo. En el primer caso, el del azar, llegué a Lisboa desde Madrid; a Madrid llegué por un trabajo, igual que a Colombia y a otros lugares; a Dresde y a Valdivia fui por un amigo. Sólo el caso de África austral y de China y Taiwán fue más planeado, más ahorrado. A Sudáfrica quería ir porque la literatura que más me gusta es la africana y en Maputo volví a encontrar a Latinoamérica. A China fui porque quería estar en un sitio que fuera aún más extraño que Austria o Polonia, un sitio donde no entendiera nada; y lo logré: no entendí nada.

¿Qué país o ciudad te falta por conocer? Uno en el que las ganas por hacerlo sean demasiadas.

Uy, muchísimos. En el 2012 entré al Sistema Nacional de Creadores de Arte y mi idea era ahorrar la mayor cantidad de dinero posible para podernos ir a vivir dos meses a alguna isla perdida a mitad del Pacífico: tratar de entender, ahora que todos nos sentimos tan conectados gracias a internet, cómo se siente el mundo cuando uno sabe que está lejos de todo y rodeado de mar.

Pero justo un día después de que recibí la noticia de la beca nos enteramos de que nos esperaba un viaje aún más fascinante, uno que la ciencia médica en teoría nos tenía vetado: el de ser papás de una huerquilla adorable. Y así que en ese voy. Y es bellísimo. Ya habrá tiempo luego para ir a una isla o a otra, para escribir un libro intitulado Un mexicano en Groenlandia o Cómo preparar chilaquiles en medio del Océano Índico.

¿Cuál crees que ha sido el sentir general de los viajeros (que no es lo mismo que turistas, como lo explicas en tu libro) desde los inicios de la pandemia y la respectiva cuarentena hasta ahora?, en cuanto al deseo o miedo viajar así como y las restricciones.

No sé qué tanto haya cambiado, pero supongo que mucho. Por un lado se ha vuelto y se volverá aún más selectivo y elitista debido al merequetengue político de los pasaportes con certificado de vacunación. Por ejemplo, en las Seychelles, un paraíso para el turismo de lujo, durante los primeros tres meses de 2021 te ofrecían vacunarte gratis (asunto casi imposible en el resto del mundo) siempre y cuando… ¡llegaras en tu jet privado!

Esto nos regresa casi a la experiencia del viaje en el siglo XIX, el siglo de las invasiones imperiales: sólo los ciudadanos con cierto poder adquisitivo de algunos países del mundo pueden y podrán viajar por ciertos territorios. Y este viaje, además, es unilateral (como pasó con las restricciones de los vuelos): los de aquí pueden salir a donde sea, pero los demás no pueden entrar.

Creo que la política alrededor de la pandemia ha servido de pretexto, sin ningún reparo a los hechos epidemiológicos, para volver a parcelar al mundo al gusto de unos cuantos. Como si el mundo se tratara de una ciudad con barrios bardeados y fortificados en cuyo derredor habitamos las mayorías. El viajero internacional de estos años es, mucho más que en las décadas previas -pero posteriores a la Segunda Guerra Mundial-, un individuo excesivamente privilegiado.

¿Cómo ha sido tu proceso de creación en tiempos de pandemia?

Nunca he tenido un proceso de escritura tal cual. Las ideas van tomando forma con los días y los meses. A veces es necesario comenzar a escribirlas para que de veras tomen forma (y luego tirar todo y comenzar de nuevo cuando uno ya sabe, ahora sí, qué es lo que sí quiere escribir). Así que más bien mi objetivo durante la pandemia fue cumplir con lo mínimo necesario de mi trabajo y enfocarme a que mi huerquilla sí terminara de aprender a leer y a escribir y entendiera los conceptos básicos de aritmética. Es decir, me dediqué a ser el cómplice presencial de su maestra de segundo de primaria.

¿Qué recomendación le darías a un viajero para que experiencia sea más rica y se llene de vivencias y anécdotas?

Creo que la idea es dejarse llevar, tranquilamente. Tanto en Europa como en África austral me parecía alucinante ver a estos grupos de turistas que ya tienen un plan hecho por alguien más y lo siguen al pie de la letra: ver cinco piezas en un museo, ir a tomarle fotos a un monumento, después a otro y a otro, y luego cenar todos juntos en tal restaurante cercano al hotel.  Creo que esa experiencia es estupenda para quien busca algo así: como los paquetes para revivir la vida de Sissi emperatriz en Viena o el tour de La novicia rebelde o el de Mozart en Salzburgo.

Pero en mi caso más bien lo que he procurado es tratar de entender cómo se vive en cada lugar: a qué café van los que votan por un partido y a cuál acuden sus contrincantes, qué miedos y deseos tiene la clase alta, cuáles la clase baja; cómo cambia el tipo de gente conforme pasa la noche en un barrio, a dónde van a comer los taxistas en la madrugada, quién recoge la basura, qué cuentan las personas que recogen la basura, a qué le temen los policías, cuál es el mejor lugar para comprar frutas y verduras, etcétera.  Por eso he buscado quedarme el mayor tiempo posible en un solo sitio, para tratar de entender el día a día.

Esto ha sido así porque desde adolescente me parecía ilógico asumir que la cotidianidad en todo el mundo, con sus miles de idiomas y culturas y creencias, tuviera que ser tan anodinamente similar, casi idéntica, como suele retratarse en las películas. Y pues no, la cotidianidad de cada ciudad es única. Eso sí, pasar mucho tiempo en un lugar no garantiza que uno vaya a entender algo: en Shanghái me la pasé viviendo más de un mes y no entendí nada; entre más ahondaba, más perdido me sentía. Pero perderse era maravilloso.

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