La muerte pervive en nuestra cultura como una manifestación de lo incierto, aquella suerte de conmemoración de la incertidumbre ante lo que viene después del último latido y, peor aún, las circunstancias que envolverán el deceso. Culturalmente respetamos este suceso, desde el rito de los funerales y las visitas a los cementerios como una forma de sobrevivir al olvido y como una póliza de garantía para que nuestro recuerdo sobreviva entre quienes se queden en la tierra.
Como ya apuntamos al principio, la muerte es un tópico persistente en nuestra existencia. Desde los nuevos cultos a la Santa Muerte que existen en gran parte de México, ante el aumento de la violencia en las zonas afectadas por el narcotráfico hasta los ritos religiosos que nos garantizan que aún existe algo más allá de esa invencible nada que se cierne al cerrar el ataúd. Este respeto, sin embargo, tiene una honda tradición en las letras mexicanas y se manifiesta principalmente en la poesía como una forma de invocar, doler, honrar o alejar este suceso inevitable.
Entre todos los poetas que han abordado la muerte, destaca el grupo de los Contemporáneos que apareció en 1928 con un programa de trabajo encaminado a modernizar la literatura de su época, la cual estaba permeada por los preceptos de los Estridentistas, quienes deslumbrados ante los avances de la tecnología, dotaron de un universo de palabras nuevas a la poesía. En este breve contexto, los Contemporáneos crearon un perfil diferente del escritor y su relación con el entorno, donde la reflexión sobre temas como el amor, la vida, la muerte, la nostalgia, entre otros, requerían una visión más profunda sobre sus orígenes, es decir, dejaron el deslumbramiento de las luces de neón para explorar la vida interior ante una realidad que cambió después de la Revolución Mexicana y la llegada de la modernidad.
Entre los poetas contemporáneos resalta la figura de Xavier Villaurrutia, que convirtió la muerte en un acto poético que estaba dividido entre el horror y la devoción, un llamado a quitarle lo trágico a la muerte y convertirla en una meta más que un aplazamiento. Baste recordar que la llegada de la modernidad significa el arraigo del concepto Futuro, esa entidad donde nos prometieron alcanzar el paraíso en la tierra sin que sea necesario morir. Rompiendo con esa proposición que iba forjándose en la mentalidad colectiva, Villaurrutia escribe varios poemas que el Fondo de Cultura Económica (2006) reunió bajo el título Nostalgia de la Muerte, que desde ahí le arranca el temor implícito y su aura sagrada para convertirla en un oyente lírico y momento anhelado.
En la serie de poemas que componen “Décima Muerte”, Villaurrutia plasma su idea de la muerte como una constante que va impregnando nuestra vida: “si en todas partes estás,/ en el agua y en la tierra,/ en el aire que me encierra/ y en el incendio voraz…”, le atribuye a los elementos vitales de nuestra existencia un matiz de oasis de donde vamos llenándonos de nuestra muerte, así, a donde quiera que nuestros pasos se dirijan acabaremos cargando más y más con nuestro final, por esa razón desde el primer juego de versos nos dice que la existencia está basada precisamente en la angustia de morir sin haber amado o dejado una constancia de nuestro paso por el mundo.
A lo largo del poema decide plasmar a la Muerte un poder sobrenatural que transformará nuestra gris existencia en algo superior. Ese misticismo con que la ve caminar desde lugares y hendiduras secretas así como su desprendimiento de la naturaleza muerta hasta golpear la habitación en que duerme el poeta. Entonces, dejaremos atrás nuestra existencia angustiada por esa presencia para convertirnos en algo eterno y superior: “te ven mis ojos cerrados/entrar a mi alcoba oscura/ a convertir mi envoltura/opaca, febril, cambiante,/ en materia de diamante/ luminosa, eterna y pura”.
Lo más destacado de este poema (en general de todos los que abordan el tema en su obra) es el efecto que creó fuera de su realidad literaria, debido a que fueron la fuente de una serie de conjeturas sobre la verdadera causa de la muerte de Xavier Villaurrutia. Los versos que cierran este magnífico poema configuran una especie de deseo por suicidarse: ¡Qué puedo pensar al verte,/ si en mi angustia verdadera/ tuve que violar la espera;/ si en vista de tu tardanza/ para llenar mi esperanza/ no hay hora en que yo no muera!”. Es precisamente esta in
clinación a desear la muerte y verla como un descanso de las tribulaciones cotidianas, lo que abrió un debate sobre su posible suicidio.
La revista Proceso dedicó el artículo “Un misterio que dura 42 años” en donde examina la muerte del poeta ocurrida el 25 de diciembre de 1950, a los 47 años. En ese texto abordan una duda que persiste en el mundo intelectual: fue un paro cardiaco o se suicidó. Examina la postura y la forma en que abordaron Salvador Novo, Juan García Ponce, Octavio Paz y Alí Chumacero la muerte de Xavier Villaurrutia. Todos los escritores evaden mencionar la causa de la muerte, y sólo hablan de ausentarse sin dar mayor explicación.
Sin embargo, era tanta la devoción del poeta en torno al tema que la presunción de suicidio era inevitable, más en esa época de su vida en que los dardos de la crítica estaban centrada en sus preferencias sexuales, dejando de lado sus aportes al campo de la poesía, el teatro y la crítica literaria. Proceso apunta que “el parte médico declaró: paro cardiaco Pero nunca padeció del corazón Y no hubo autopsia. Influida por el escándalo en torno al suicidio de Jorge Cuesta ocho años antes, la familia ocultó el hecho: realizó rápidamente los trámites funerarios y le enterró en el Panteón Francés”.
Sin desviarnos de los apuntes que esbocé en este texto, la muerte ya no será la misma después de leer a Villaurrutia, despojada del horror, le otorga esperanza al suicida y a nuestros muertos, porque “será posible…vivir después de haber muerto”.