In memoriam: Eusebio Ruvalcaba

A Eusebio, el portador de la fe…

Hace casi un mes, el 7 de febrero para ser exactos, falleció el escritor Eusebio Ruvalcaba Castillo (Guadalajara, 1951). La noticia, aunque lamentable, no fue una sorpresa, ya que estuvo internado en el Hospital General Regional 2 de Villa Coapa debido a un hematoma cerebral. A través de las redes sociales de Carlos Martínez Rentería, sus amigos nos enteramos de que se solicitaban donadores de sangre. Sin embargo, no es sino hasta ahora que me he dado tiempo para dimensionar su pérdida.

Como escritor, nadie estuvo más cerca de los jóvenes que el buen Eusebio. Su libro “Un hilito de sangre”, tal vez sea la novela iniciática más influyente de la literatura mexicana, sólo detrás de “La tumba” de José Agustín. La contracultura y muchas generaciones de escritores están en deuda con él, no sólo por las altas cotas de maestría alcanzada por su narrativa, sino por una generosidad humana fuera de toda duda.

Y es que sin pudor alguno puedo decir que Eusebio fue el escritor mexicano que más he leído, ya que era tan prolífico que a diario se imponía la disciplina de escribir algo en su blog “Nadie se baña dos veces en el mismo Eusebio”, sobre diversos temas, que dependiendo del día iban desde poemas, cuentos, aforismos y comentarios musicales. De hecho el último que le leí fue una sobre el alma de Paganini, publicada el 16 de diciembre de 2016, poco antes de caer enfermo. En el inciso 10 de sus 24 reflexiones sobre los Caprichos del compositor y violinista italiano escribió “Los Caprichos no acompañan la entrada al paraíso. Ni al infierno. Acompañan la entrada al alma de quien los escucha.”

Al margen de mis constantes impresiones como lector de Ruvalcaba, hace algunos años tuve la oportunidad de tomar un taller con él en Mérida, la cual fue una de esas raras experiencias donde, sin perder la vena crítica formal, dejó muy en claro que no debíamos perder de vista que lo importante era el fondo, el discurso, tener algo qué decir, algo importante qué contar. Lo demás se podía trabajar a posteriori, pero nada peor que un texto sin vida. Él mismo fue un claro ejemplo del vitalismo, muchas veces reflejado en las pobladas cejas de aquel melómano de dipsomanía incurable.

Nuestras afinidades en el terreno musical y la predilección por el universo femenino fueron algunos de los temas fundamentales que salían a colación al brindar con vino tinto o un fino mezcal, siempre en un diálogo horizontal y amistoso. Así lo noté en un par de entrevistas que le hice, donde fiel a su costumbre, se mostró alejado de las cúpulas literarias y, en cambio, cercano a sus lectores. Nadie como él para dar un espaldarazo, una palabra de aliento sincero.

Por ello pensé en él para escribir la contraportada de mi libro “Cuentos, minificciones y aforismos del descaro” (Libros en Red, 2016). Se lo pedí en el Auditorio Nacional, donde nos encontramos para darle el manuscrito después de una conferencia suya en la que platicamos brevemente. Luego, en su taller literario de Tlalpan, me entregó un amable comentario. Esa fue la última vez que lo vi, pues Eusebio pagó la cuenta antes que todos y se fue sin decir nada, como los caballeros.

Más allá de estas consideraciones personales en torno a uno de mis escritores más queridos y admirados, me siento obligado a caer en el lugar común de exhortar a mantener viva su memoria a través de la lectura de sus obras, en donde tanto el ensayo como el periodismo cultural condimentaron su vena lírica y narrativa. No hubo nada que la pluma de este polígrafo no tocara, pero a mi juicio su texto más logrado es una nouvelle o relato largo llamado “El portador de la fe”, donde al más puro estilo de profundidad psicológica heredada de Zweig, Eusebio construye un texto desgarrador pletórico de humanidad, verdad y, por ende, belleza.

Un relato vertiginoso que solía leerle a algunos amigos receptivos. Y así, con música de Paganini, van acompañados mis recuerdos de Eusebio, un auténtico portador de la fe en el poder redentor del arte, tanto literario como musical. Hasta pronto, querido santo bebedor, ¡Salud…!

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