Una reseña sin spoilers (y sin cyberpunk)
Los Ángeles, California, año 2049. Un policía Blade Runner de última generación se topa con un inquietante caso: la posibilidad de que los Replicantes hayan encontrado la llave del futuro, lo cual potencialmente podría cambiar el orden tanto en la tierra como en las colonias espaciales al terminar con la supremacía de los humanos que, al ser mayoría, aún mantienen el control. Los Replicantes son esclavos, mano de obra desechable y fabricación limitada. ¿La misión? Averiguar la verdad y, de ser necesario, destruir las evidencias.
Sobre esta premisa arranca Blade Runner 2049, la esperada secuela de la película de culto pergeñada en 1982 por Ridley Scott. La historia, ahora en manos del canadiense Denis Villeneuve, director de la inquietante Incendies (2010) y del reciente thriller de ciencia ficción Arrival (2016), con gran acierto recrea la estética futurista de la original (aunque dejando de lado los diseños cyberpunk) para ambientarnos en un futuro oscuro y distópico donde los mayores avances radican en la inteligencia artificial.
La empresa Tyrell -creadora de los Replicantes- a la muerte de su fundador fue adquirida por la corporación encabezada por Wallace (Jared Leto), quien continuó con su legado llevando sus ambiciones incluso más allá, perfeccionando a los Replicantes para que cacen a los suyos, en especial a los modelos ya superados y problemáticos. Y para ello, el Blade Runner K (Ryan Gosling), es el mejor.
Al igual que en su predecesora, en esta nueva entrega la pesquisa da lugar a reflexiones existenciales en torno a la identidad, la libertad individual, la memoria y el libre albedrío; es decir, todo aquello que nos hace humanos. La atmósfera nebulosa y la iluminación retoman los efectos especiales y las luces de neón que de inmediato nos hacen sentir que estamos en el mismo mundo distópico de la primera versión. Los efectos especiales, aunque bien logrados, son discretos y no abusan de las imágenes generadas por computadora.
Lo mismo ocurre con la música original compuesta por Hans Zimmer (Dunkerque) y Benjamin Wallfisch (It), que en algunos pasajes cita la obra seminal e insuperable de Vangelis, aunque sin firmar ninguna pieza tan trascendente como Main title, Love theme o End titles (reprise), composiciones del músico griego que han pasado a la posteridad. Sin embargo, las claras influencias estéticas de los elementos anteriores nos demuestran que todo está al servicio de una experiencia alucinante que resulta familiar y subyugante para el espectador.
No obstante, Denis Villeneuve hace suya la historia de Blade Runner (basada libremente en la novela de 1968 ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick), para ofrecernos una película que, si bien es fiel a su antecesora, es un producto totalmente nuevo capaz de ser digerido por cualquiera que no haya visto la primera. En ese sentido, hace lo necesario para diferenciarse de Ridley Scott, pues de entrada traiciona el canon postulado por el director en el cual el personaje de Deckard (Harrison Ford) es un Replicante. De ser así, ¿cómo explicar que ahora lo veamos avejentado y sin fecha de caducidad?
Pero dejando de lado este supuesto y las ociosas comparaciones, vamos entendiendo que toda adaptación da como resultado un nuevo producto cultural. En ese sentido, Blade Runner 2049 crea su propia mitología y funciona como obra artística, incluso dejando entrever que las líneas argumentales no resueltas allanan el camino para posteriores secuelas, lo cual es preocupante, ya que significaría franquiciar una de las producciones cinematográficas más entrañables para los amantes de la ciencia ficción.
Otro acierto de la cinta es que deja poco espacio para la nostalgia, no hace hincapié en el fan service sino en un puñado de escenas. Incluso la aparición de Harrison Ford es apenas una cuarta parte de la película, y el cameo de un irreconocible Gaff (Edward James Olmos) es mínimo e insustancial.
En cambio, se le reconoce su buen tino para elegir un ensamble actoral refrescante para dar vida a nuevos e interesantes personajes como Luv (Sylvia Hoeks), Joi (Ana de Armas) y Mariette (Mackenzie Davis, a quien vimos en la serie de ciencia ficción Black Mirror: San Junipero), siempre respaldados por actores con mayor kilometraje y experiencia en producciones sci-fi o fantásticas como Robin Wright (El congreso), Dave Bautista (Guardianes de la Galaxia y Jared Leto (Mr. Nobody). A propósito de este último, su interpretación de Wallace, el padre genético, resulta maniquea y tan acartonada como la de cualquier villano megalómano que se nos pueda ocurrir.
Ryan Gosling, que no es santo de mi devoción, hace un papel efectivo y satisfactorio, pero sin las cotas alcanzadas por su antagonista Sylvia Hoeks o el matiz melodramático logrado por la cubana Ana de Armas, que a mi gusto son las que se roban la película. Por su parte, Harrison Ford, como siempre, actúa de Harrison Ford, sin aportar escenas reveladoras ni gran cosa a la trama en general. La edad le ha cobrado factura y se le nota un tanto ridículo en las escenas de acción, asunto que aprovecha el director para deslizar un momento cómico que da un respiro en la película.
Sin idealizar la primera Blade Runner (que tiene huecos en el guión que también hacen zozobrar ciertos pasajes), lo que más se extraña son los diálogos filosóficos y las escenas de gran lirismo cinematográfico, que aquí Villeneuve reemplaza por diálogos mesiánicos, metafísicos y con un cierto tufillo bíblico, pues no concibo un mayor absurdo que un filme de ciencia ficción que hable de milagros, ángeles y del alma humana, ya que quiero entender que, como en las mejores novelas de Stanislaw Lem, para que la humanidad alcance su destino interestelar primero tendría que despojarse del menor asomo de religiosidad.
Aun así, Denis Villeneuve ha superado con creces las numerosas expectativas puestas en él. Yo mismo me mostraba escéptico ante las posibilidades de esta secuela, pero considero que logró hacer un trabajo sumamente digno para traer de vuelta el universo de Blade Runner. Si esta entrega se diluirá como lágrimas en la lluvia o si alcanzará la trascendencia de la primera, es un falso debate que sólo el tiempo alcanzará a dirimir.