Pablo Garibay toca el increíble Concierto de Aranjuez

La Orquesta Sinfónica de Yucatán recibió con los brazos abiertos al guitarrista.

Al inicio de cada temporada, la OSY anuncia mediante su portal de internet, además con un bonito folleto, cuáles serán los repertorios de cada concierto. Se sabe así, las veces que la batuta estará en la mano de algún director invitado o la llegada de algún solista. Esta temporada ha sido pródiga en participaciones de invitados, virtuosos que han colmado los rincones del palaciego Peón Contreras con el embrujo de su arte musical. Algunos son de otros países; otros, orgullosamente mexicanos y desde luego, se han presentado aquellos emanados de las filas mismas de la OSY.

La actual temporada está próxima a concluir y será con broche de oro, precisamente con la ópera “Don Giovanni”, joya catalogada con el número quinientos veintisiete por el señor Köchel, el investigador referente de la obra de W. A. Mozart. Así, la fecha once de mayo de este dos mil dieciocho, era esperada con genuino interés por una presencia de encomiable valor. Se trataba del “Concierto de Aranjuez”, la celebérrima obra del valenciano Joaquín Rodrigo. De las más populares en el gusto de varias generaciones, este concierto es predilecto de principio a fin y su arribo a nuestra ciudad suele ser todo un acontecimiento.

Pero para empezar, una dosis de energía. El aperitivo de la noche llevaba el nombre de “Jubilee”, inspiración de George W. Chadwick. Parte habitual en cada presentación, la “obertura” elegida crea un ambiente festivo, gozoso que incide en el deseo de querer escuchar –disfrutar– más música. Como todas las veces, el buen gusto en el diseño de la noche, fue intachablemente atinado. De Chadwick, hay que hacer alusión a un detalle en su formación profesional. En términos académicos, sufrió restricciones familiares y otras dificultades, que felizmente venció y que lo llevaron a la Alemania de Bismarck, hacia la segunda mitad del siglo XIX. Desde sus inicios, se vio impactado por los legados de Beethoven, Brahms y Dvórak -¿quién no?– genios de alta presencia, sin duda influyentes para Chadwick al componer.

La dirección del maestro invitado Jesús Medina, nuevamente saludando a nuestro suelo, impulsó con toda elocuencia la interpretación de cada compás. Los impactantes acordes de una sinfónica que mostraba la fina precisión de relojería suiza fueron marcados, sí para la orquesta, pero seguidos puntualmente por cada persona del público. Nadie perdía un detalle de la batuta y mucho menos de la fecunda interpretación. La carga energética de aquella partitura fue de una principal alegría, que culminó en aplausos de bienvenida y gratitud por lo bien que estaba empezando la velada.

Por fin, la guitarra por meses esperada, hizo aparición entre un raudal de ovaciones. En todo el recinto parecía que nadie respiraba. A la caravana del virtuoso Pablo Garibay, siguió un respetuoso silencio para calibrar la afinación de todo instrumento presente en la escena, incluida la guitarra visitante. Hasta aquel momento, afortunadamente casi no había registro de groseras irrupciones de teléfonos avisando la llegada de un mensaje o una llamada entrante. Y comenzó la magia de Joaquín Rodrigo.

El esquema del concierto, el par habitual de Allegros que enmarcan un Adagio, se deslizó con la suavidad de una brisa, con los reconocidos pasajes que son tan populares por la cinematografía, mencionados inclusive en las canciones baratas de un cantautor guatemalteco. El momento central – Adagio – fue de una emotividad intensa, exuberante se diría, al punto de las lágrimas. Parte de ello fue la afectuosa interpretación y la otra, por supuesto, el arte cargado de sensibilidad del genio compositor, cuya obra es identidad estelar de España.

Para cerrar el programa nueve de esta temporada enero – junio de 2018, fue seleccionado Ralph Vaughan Williams a través de su Sinfonía Núm. 2, compuesta hace poco más de un siglo (1912 – 14) en ese par de años previos al inicio de la Primera Guerra Mundial y cuyo nombre, “Londres”, explica instantáneamente el motivo de su existencia. Es una obra descriptiva, que esboza y homenajea el perfecto entorno de la gran metrópoli, grande ya desde siempre.

La evocación de sus parques y jardines de grises atardeceres, el fluir de su Támesis cenagoso, sus embarcaciones de diversos calados y hasta el saludo puntualmente inglés del Big Ben, hallaron un espacio en los cuatro movimientos que la integran. Su factura tuvo el equilibrio asombroso, agraciado de todas las secciones. La cuerda, impecable y cálida. Los metales dulzones, robustecidos de trombones y tuba, dieron cuenta de sus fraseos y de sus acentos, como natural es respirar mientras se admira la lluvia en un rincón sobre Westminster.

La ausencia de vítores no disminuyó la ovación, honrosamente obtenida, por la orquesta con la guía de su director invitado. En términos reales, fue una preciosa experiencia por la tersura de sus matices y sus armonías. Una experiencia de rasgos delicados y plena en todas sus cualidades. Es inevitable compararla con noches anteriores. Esta vez, ha sido quizá, de una belleza madura, obsequiada en especial para quien quiere un encuentro más personal y más cercano al sentimiento de estos imponentes compositores. ¡Bravo!

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