Fulgura el “Chelo” Prieto en noche mexicana con la OSY

Arranca la Temporada XXX con estrenos de Márquez y Mabarak.

Superado el asueto del verano dos mil dieciocho, el Peón Contreras, casa de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, abrió sus puertas de par en par, inaugurando una nueva temporada –la trigésima en su haber– que consistirá en recorrer el mundo occidental y sus corrientes musicales. Sobresaldrán obras de los mejores hijos de Alemania, Polonia, Italia, Rusia y Armenia, por mencionar algunas, aunque coincidiendo con el espíritu de nuestra patria, en septiembre México emana algunas de sus perlas, iniciando fuegos artificiales con colores que nos emparejan como nación.

Desde luego, el rasgo de mexicanidad más distintivo sin duda es el adivinable “Huapango” de Moncayo pieza que, a sus setenta y siete años, sigue mostrando hoy los mismos signos de vitalidad y de fervor nacionalista, casi religioso, como seguramente los evidenció en su estreno, hacia agosto de 1941. Pero antes de llegar a esa parte conclusiva, había mucha república por andar. La señal del maestro Juan Carlos Lomónaco delinearía el sabor de tantos ritmos y enrevesadas armonías, con su portentosa batuta inventada para inundar de música el sagrado recinto teatral.

Todo comienza con Janitzio, obra de escasos ocho minutos con la que Silvestre Revueltas, disonante según su identidad, dice qué se siente ser de este país. Factura un nacionalismo de pureza excepcional. Como en todas sus creaciones, dice en mexicano lo mismo que Rulfo, Barragán y Tamayo, solamente que sin usar palabras, edificios ni colores. La delicia de sus armonías tiene la cualidad de mostrar un México provinciano, atemporal y surrealista, incólume al paso de modas y tendencias. Mueve a soñar con volver a nacer y con volver a ser mexicano. Janitzio crea al México que vive en nuestro sentimiento y el tronar de los aplausos, terminando la magna interpretación, mostraba la unanimidad de su impacto en la concurrencia. El público agradecía; y también los músicos, con sonrisas de contento y satisfacción.

A esa ovación se hilvanó una nueva, más viva y cálida por la aparición del invitado colosal, el excelentísimo violonchelista mexicano Carlos Prieto quien, con su humildad acostumbrada, generó la mayor motivación para disfrutar lo que vendría: una composición enigmática de Arturo Márquez, estrenada en Mérida en el afán permanente del maestro Prieto, por exponer las obras de compositores contemporáneos. El concierto para chelo y orquesta Espejos en la Arena, construido en cuatro episodios –Son de tierra caliente, Lluvia en la arena, Cadenza casi milonga y Polka derecha izquierda– tiene características que sorprenden y resoluciones melódicas inesperadas, pues conllevan una desafinación ex profeso.

Técnicamente, esto no solo hace más compleja su interpretación, sino que es el homenaje académico al sonido popular, que a su vez rinde homenaje a nuestras tradiciones y cultura, un círculo virtuoso que parece utopía, porque muestra a una orquesta y a un chelo excepcionales, con el mismo candor de un amanecer al pie de la montaña o ante la vasta aridez del desierto. Las manos de Carlos Prieto recrearon el fulgurante discurso de Márquez. El acompañamiento de nuestra sinfónica lo dio todo en ese paseo hacia al horizonte mexicano, ese que rebosa belleza, mientras quita el aliento. Los bravos exclamados por un público de pie, fueron el abrazo al virtuoso invitado, quien sencillo por naturaleza, además de música llegó para obsequiar su alta calidad humana (en el bis interpretó una pieza del fallecido compositor Eugenio Toussaint).

En la parte complementaria, el concierto de Carlos Jiménez Mabarak, Balada del Venado y la Luna, engarzando cuatro partes –dos moderatos y dos molto allegros con brío– fue la otra medalla de la noche. Tejida de frases melódicas bellísimas y un paisajismo de pueblos mágicos, es originalmente un ballet en lenguaje asaz alejado de Revueltas, no obstante haber sido este el maestro de orquestación de Jiménez Mabarak. Para bien, su formación europea no hiere la autenticidad de sus armonías. Recurre todo el tiempo a discordancias de estirpe veracruzana; su contrapunto es de una calidad deliciosa, con la que logra matices delicados e intensos en línea, que lleva a figurarse si Verdi pudo haber nacido jarocho o xalapeño.

Sones de Mariachi es la traducción, de enfoque refinado, con la que Blas Galindo ofrece la gritería y los ajúas de la escandalosa, peculiar fiesta mexicana. Sus figuras de trompetas y violines marcan el nacionalismo disonante y cándido de ritmos quebrados, que luego el oboe disputa al clarinete y este a los metales. La OSY demostraba su gran nivel una vez más. El regocijo que enmarca es uno de los rasgos del pueblo nuestro, el mismo que se ríe de la muerte y que enamora hasta a quien nació al otro lado del planeta.

Septiembre, de patriotismo sempiterno, no pudo haber empezado mejor. El enaltecimiento llegó al culmen con el cierre magistral al estilo Moncayo, pero también en sus momentos anteriores, con aquellos imaginarios paisajes de sembradíos de flores y magueyes, ferias de pueblo que rompen en luces de pirotecnia, rebozos y monteras; y con la sonrisa de un titán llamado Carlos Prieto y su fiel Stradivarius, que debieran ser nombrados patrimonio nacional. Junto con aquellos virtuosos compositores -y los que faltaron– hicieron grande la noche de México en el cielo de Mérida. ¡Bravo!

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