Impresionan Anna Miernik y su mano izquierda en la OSY

La pianista polaca mostró su virtuosismo el pasado fin de semana

El catálogo francés –siempre alcanzando las cotas más elevadas del buen gusto– fue la elección para el cuarto programa de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, en el sempiternamente bello teatro Peón Contreras. La conjunción de obras maestras de Maurice Ravel y Cesar Franck, fue suficiente y bastante para una velada que superó las expectativas; si se llega con la sola noción de sus piezas rúbricas –Bolero y Panis Angelicus, respectivamente– con las que desplegaron todas las velas de una orquesta magistral de los pies a la cabeza. El momento central, de inspiración nuevamente raveliana, recaería en la invitada, la maravillosa pianista polaca Anna Miernick.

En el marco de aplausos de prefacio, luces mortecinas y la intransigencia de algunos teléfonos celulares, cayó la batuta para iniciar la Alborada del Gracioso, de Ravel, una delicia aderezada de disonancias en ritmo alegre. La maquinaria de pizzicatos surgidos por toda la cuerda, comienza a recibir contestaciones de clarinete y oboe con la súbita irrupción de percusiones y metales, los que a todo pulmón reajustaron el latir de todos los corazones. El sube y baja de sus acordes precisos y preciosos, fue delineando la alta imaginación del francés que heredara la tradición musical en un siglo –el veinte– que recién descubría y escamoteaba la rigidez de los tiempos pasados, hacia una libertad creativa que fue como un Big Bang en todas las disciplinas artísticas. Emocionante y agraciada, la Alborada fue la selfie que evidenciaba la gracia del propio Ravel, que se mantuvo como rasgo principal de su persona hasta el fin de sus días.

Siguiendo la secuencia de la noche, la solista Anna Miernick apareció con el semblante alegre, que es descripción de su sencillez. Con cálidos aplausos se le dio la bienvenida y en cuestión de segundos, pianista y piano se hallaron dispuestos en la interpretación del Concierto “Para La Mano Izquierda”, refrendo de la genialidad del vasco francés, obra concluida hacia 1931. El espíritu de los primeros acordes, siniestros como la mano que los proveía, matizaron sin prisas una poesía implícita, programática con que Ravel mostraba lo que podía hacer con una orquesta y un piano que se utiliza con el cincuenta por ciento de las manos. En un viaje sin escalas del principio al fin, Ravel esboza nuevas transiciones, con recursos que permitieron disfrutar la sonora originalidad de su lenguaje.

La joven solista, con la vehemencia que la composición exige, esculpió los finos detalles que arrancaron ovaciones y vítores, legitimización proporcional a sus amplias destrezas. Correspondiendo a la amabilidad del público, obsequió un delicado tema de su compatriota Federico Chopin: el Nocturno Op. 9 No. 2, con el que se despidió enfatizando una atmósfera de íntima admiración por su instrumento. Aplausos, flores y sonrisas hicieron el colofón de su inestimable presencia.

Breves minutos fueron suficientes para ausentar el piano del escenario. Llegó el turno de Cesar Franck, quien a pesar de sus fuertes ligas con la música religiosa, se sigue definiendo a sí mismo a través de su Sinfonía en Re menor. Con contenido distinto –radicalmente– a su identidad acostumbrada, logra una creación monumental, de aparente dureza en sus facciones. Poético inventor de armonías serias y tintes oscuros, da los primeros pasos con la incertidumbre de una niebla espesa. Habla en voz baja, lo suficiente para considerarse un murmullo perpetuo.

Esa suerte de compases sombríos, se eleva gradualmente en intensidad hasta demoler sus timideces por completo. Su sonoridad presagia las tendencias del siglo XX, lo que no deja de sorprender, emergiendo inesperado, sustancioso, lleno de cromatismos pero ajeno a las modernidades declaradas de su antecesor en la velada. Eso explica cómo pudo nutrir la inspiración de otros genios, inclusive los de otro continente, como Gershwin, quien al buscar el magisterio de sus contemporáneos, pareciera hallarse discípulo de este organista genial. Así fue el contexto de su primer movimiento, Lento –Allegro no demasiado-, que comparte su densidad con el Allegreto y otro Allegro no demasiado, componentes que cierran el ciclo de la obra.

En su conjunto, muestran el arduo trabajo que significó el formato de sinfonía, para alguien versado sobre todo para el órgano, en corales y temas para el piano. Sin embargo, la elegancia, manto con que cubre sus armonías, se mantuvo de principio a fin, exactamente igual a la admiración que produce.

La gala fue un lucimiento de instrumentos en sus mejores frases, como los impresionantes cornos de Juan José Pastor, Davide Franchin, Samuel Rafinesque y Edith Gruber, el fagot del maestro Miguel Galván, así como el timbre delicado del oboe, mediante los maestros Ovcharov, Davydov y Abán. Lo primero que se siente al caer el telón, además del impacto de una interpretación gozosa en sus matices, fue lo atinado de la selección del repertorio, que merece una felicitación para quien lo hubiere definido. O mejor dicho: la extiende a todos los que allí participaron. ¡Bravo!

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