Resplandece la flautista Megan Maiorana con la OSY

Liebermann, Copland y Dvorak en el 2do concierto de la temporada.

El segundo concierto de la OSY, en su temporada XXXI, tuvo a bien recibir a la flautista norteamericana Megan Maiorana, quien viniendo de la Sinfónica de Aguascalientes, cedió la titularidad de su puesto para obsequiar al público meridano una creación de Lowell Liebermann, su coterráneo neoyorquino. Pero antes, la recepción a cargo de Aaron Copland, con ese sonido suyo característico -mezcla de campirano y vanguardista-, fue grata en buena dosis gracias a su “Obertura Exterior”, ligera, grácil en todos sus acentos.

La orquesta sonaba como un mozalbete que descubre la perfección de una voz nueva tras una infancia de hitos grandes. Al inicio, la obra indica una expresión maestosa, pero la interpretación del maestro Lomónaco dio un paso adelante: la dotó de dicha médula y de una porción de liviandad. El pizzicato adjunto a sonidos de metales, desde su surgimiento, sentó las bases de una obra que resplandeció en la brevedad de su belleza, preámbulo exquisito al contemporáneo Liebermann.

La solista neoyorkina fue recibida con entusiasmo y calidez, que correspondió con sonrisas, revelando de inmediato el candor de su temperamento. Megan Maiorana, encerrada entre cuerdas, se plantó al lado de la batuta para hacer cantar su flauta con amplísima posibilidad de matices el “Concierto para Flauta Op. 39”, del maestro Liebermann. Empezó diciendo líneas de dulzura robusta y lirismo previos a la exacerbada cualidad del resto de la partitura. Los acordes, en su acompañamiento, daban giros de insospechado remate a frases que por momentos eran de fácil deducción y, otras, de un absoluto misterio. La armonía, tan enrevesada a cada palmo, en más de una ocasión dejó de cumplir las exigencias del compositor, con inexactitudes de cuadratura, quizá poco perceptibles, como en algún pasaje de acompañamiento en el primero de tres movimientos.

En el segundo, la estructura sugería una continuidad del discurso anterior. La dificultad técnica aparentemente menor, fue aprovechada para dar más brillo a la interpretación de la maestra Maiorana. El refinado dueto con Gocha Skhirtladze, concertino de la orquesta, fue uno de varios alardes de balance perfecto. En su cierre, la obra se arropó de un galopante estímulo con respuestas de trompeta, en medio de un sostenido marcaje de stacattos en la cuerda y grandes destellos de metales y percusiones, a los que se unía el piano como aderezo en perfecta simbiosis a sus hermanos de sección. Grandes aplausos premiaron a la solista invitada, ganados con creces por una interpretación de primera tanto como por promulgar lo que existe en la nueva creación musical.

Después del perecedero intermedio, un nuevo mundo llegó en la versión simplemente magnífica de la “Sinfonía Núm. 9” de Antonín Dvořák, la que a sus ciento veinticinco inviernos se sigue presentando, como el primer día, llena de dignidad. Cosa de diferentes opiniones, para algunos fue un acierto haberla incluido en el programa, por tratarse de una fórmula ganadora; para otros, fue el redescubrimiento de algo escuchado en la casualidad de alguna escena cinematográfica; lo cierto es que, en su estructura catedralicia, la “Del Nuevo Mundo” es una perla para cualquiera que la escuche, cuando fuera que la escuche, si es que tiene un alma en el cuerpo.

Haberla presentado es la manera más alentadora de seguir diciéndole nuevo al mundo y nuevo al año, a horas de concluir su primer mes. Inicialmente indecisa, paulatinamente fue obteniendo el color que la define como una de las más consentidas del catálogo académico. Más allá de si refleja o no el espíritu de los cantos nativos americanos o afroamericanos, un par de detalles refutan a los entusiastas de esta perspectiva.

El primero consiste en que el compositor, tras haber aceptado los dos años de cátedra en el Conservatorio Nacional de Música con sede en Nueva York, durante la primera mitad de su estancia, afrontó una difícil adaptación al ambiente norteamericano, lo que se traduce como “incomodidad”, por decirlo en una palabra. El segundo se basa en la traducción del título, proveniente del alemán “aus der Neuen Welt”, que se entiende como “desde el Nuevo Mundo” mejor que como “del Nuevo Mundo”.

Uniendo los puntos, se trata de un europeo expresándose desde un continente distinto del suyo, en posible añoranza a su universo conocido, que no como encargo sobre algo que, dicho eufemísticamente, no le pertenecía. Ya en este sentido, las cualidades checas y eslavas de sus tendencias están involucradas desde el primer movimiento. Dvořák mismo, al respecto diría que “pudo basarse en alguna idea de música americana”, en una más de sus declaraciones políticamente correctas, dada su condición de hombre de mundo.

El desarrollo de cada movimiento fue una creciente emocional; de virtuosismo escalador, a su excelencia no habría estado mal imponer los fortes de Wagner. Aquello era y sigue siendo de una belleza indescriptible, que verdaderamente toca fibras humanas. El teatro, estaba lejos de verse lleno, pero puesto en pie vitoreó el momento, con esa triple interrogante de no saber a qué aplaudir primero: si a la interpretación, que oscila entre justa y perfecta; si a la composición, que inalcanzable va de lo excelso a lo divino; si al padre del compositor, que tuvo la visión de legar su hijo al mundo, así perdiera al heredero de la empresa familiar. Humildemente, me decidiría por esta tercera opción. ¡Bravo!

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