A Eusebio Ruvalcaba
*Durante el año 2010 el autor fui parte del taller de narrativa que Eusebio Ruvalcaba impartió en Mérida, Yucatán. Fruto de este acercamiento se generó un breve intercambio de textos e impresiones por e-mail y el cuento que sigue a continuación fue uno de los más afortunados ante los ojos del maestro. Sirva su publicación como homenaje póstumo a Eusebio y a los mezcales que nunca pudimos compartir.
Sin que le hiciera la parada, el autobús Ruta 53 se detuvo en la esquina donde Rogelio se encontraba distraído buscando su Ipod en la mochila. Nunca vio ni escuchó acercarse al vehículo, pero de pronto se encontró con la puerta abierta y al chofer esperando que subiera. Como este camión era el que precisamente Rogelio necesitaba tomar, subió un poco sorprendido. Le entregó las monedas al chofer quien sin decir palabra alguna le dio su boleto. Rogelio se encontró con el camión casi vacío, a excepción de una joven de uniforme escolar que lo miraba intensamente con unos ojos café claro desde los últimos asientos. Rogelio avanzó hacia el fondo después de darle una ojeada a la muchacha y por instinto, decidió ocupar el lugar tras ella.
El camión avanzó por la amplia avenida rodeada de árboles y edificios antiguos, Rogelio veía distraído el paisaje que desfilaba. A esa hora, había muy poca gente caminando en las aceras. Pero sin tomar en cuenta ese detalle, el joven se acomodó los audífonos y encendió el aparato para escuchar la obertura de la Primavera de las cuatro estaciones de Vivaldi. Él acostumbraba programarlo con todo tipo de música, sonaba al azar y le pareció una buena idea escuchar algo clásico para ese recorrido. Se dirigía a un parque a las afueras de la ciudad donde lo esperaban unos amigos para jugar fútbol y aunque minutos antes de abordar el camión el cielo parecía gris y nublado, el atardecer llegó con unos colores anaranjados que mejoraron la perspectiva de unas buenas horas de juego.
Distraído en la música, Rogelio sintió bienestar por el aire tibio que le daba en la cara y sobretodo, por la tranquilidad que se veía en las calles; casi sin tráfico, y sin el excesivo ruido que caracteriza a la ciudad durante el mediodía o en las horas de entrada al trabajo. Era de ese tipo de tardes que acogen a quien se detiene a apreciarlas e incluso, percibirlas como una especie de bendición. “Las horas más cercanas al ocaso son las más extrañas”, pensó Rogelio, al recordar un libro sobre chamanería y otras magias que leyó meses atrás.
La joven del asiento de adelante parecía también inmersa en observar las cosas de la ventanilla e incluso, si alguna persona caminaba en la acera o simplemente estaba parada en la calle, la seguía con la mirada como si la conociera, hasta que el autobús seguía su camino rápidamente. Esas miradas hacia atrás, pendientes a cada detalle exterior, le permitieron a Rogelio apreciar los ojos de la muchacha y observar un poco más su cara. Él le calculó unos dieciséis años, en parte por la camisa blanca y la falda a cuadros rojos y negros del uniforme. Notó la delgadez de su rostro, su piel oro casi del mismo tono que su cabello, largo y suelto hasta los hombros. Pero lo más interesante para él, era la forma en que contemplaba las cosas. Como si las identificara todas y se adueñara de ellas gracias a su mirada que por momentos parecía insondable, como los colores de las nubes que tapaban al sol agonizante del atardecer. La muchacha estaba en el asiento del pasillo y abrazaba una carpeta negra que parecía un álbum fotográfico. De repente lo abría, buscaba alguna imagen y luego volvía la vista hacia afuera del autobús que parecía ser exclusivo de ambos; ya que desde que Rogelio subió no se había detenido en ningún otro momento.
La joven cambió de posición, acomodó su espalda sobre la ventanilla y miró hacia el otro lado, permitiéndole a Rogelio apreciar su perfil. En un instante, la joven volteo su cara hacia él, pero Rogelio desvió el rostro. “Esta chava sabe que la estoy observando”, se dijo, para luego debatirse internamente si sería buena idea hacerle plática. Cualquier cosa que sea con tal de iniciar una conversación que le permitiera dispersar un poco esa fascinación inquietante que le provocaba la visión de ese rostro que enfrentaba la luz de la tarde con su tono pastel.
Parecía que nadie necesitaba abordar el Ruta 53 porque éste seguía su marcha tranquila por varias calles y avenidas sin un solo pasajero que le hiciera la parada. El chofer tenía la radio en silencio, lo que le permitía a Rogelio apreciar más la música de violines que ahora le ofrecía el adagio del Verano de Vivaldi. “Qué buena música de fondo”, pensó. Así que programó el Ipod para seguir escuchando el resto de las estaciones. —La amiga que me presentó este disco también tenía los ojos claros, pero no tan extraños como los de esta chavita—. Rogelio combinó el momento que le regalaba el entorno citadino y la estampa de la joven. Se dejó llevar por la emoción que fluía acorde con las notas.
— Qué bien me siento —
La colegiala apoyó su mano en el respaldo y Rogelio pudo echar un vistazo a sus delgados dedos y se fijó que su muñeca estaba adornada por una pulsera de hilo negro con una figurita humana de plata colgando.
Todo sin mirarla directamente, pero sabiendo que ella sentía su presencia.
El viaje seguía interminable. Rogelio sintió más que nunca la tentación de hablarle a la joven pese a no estar acostumbrado a abordar chavas ni en la calle ni en ningún lugar público. Se preguntó qué pasaría si lo hiciera, si ella le diría su nombre. Incluso imaginó que después de una breve charla, la joven le permitiría la ocasión de verla de nuevo. Tan fascinado estaba, que la decisión de hacerlo inundaba su pecho. Rogelio sentía el corazón al tope pero al mismo tiempo en éxtasis, con los violines que arreciaban gracias también al primer movimiento del Otoño. — Le voy a hablar, le tengo que hablar—. En eso pensaba cuando la muchacha del uniforme lo volteó a ver directamente a la cara. Por una milésima de segundo, Rogelio sintió ahogarse en esos ojos dorados, en las pupilas negras y vio a la joven abrir los labios y sonreírle tiernamente.
Al mismo tiempo, el camión se detuvo de repente. Alucinado por completo, Rogelio no se percató que estaba a unos metros del parque. Escuchó la puerta trasera del autobús abrirse y miró hacia el chofer, quien se notaba impasible por el retrovisor, esperando a que bajara. Rogelio se incorporó lentamente y sin dejar de mirar un solo instante los ojos de la joven, descendió por los escalones.
Todavía sin recuperarse —¿por qué fregaos no le pregunté su nombre?— y con los violines del Invierno resonando en sus oídos, Rogelio miró al autobús reiniciar su marcha y mientras caminaba viendo al raro vehículo alejarse y la mano de la joven de los ojos miel decirle adiós con la mano, sintió el fuerte golpe romperle los huesos. El Ipod voló por los aires y se pulverizó en el asfalto dejando en silencio al universo.