Benito Juárez según Ermilo Abreu Gómez

El libro ilustrado “Juárez, su vida contada a los niños”, es revisitado y reseñado por Ricardo E. Tatto.

Debido al cumpleaños del Benemérito de las Américas -nacido el 21 de marzo de 1806-, me propuse releer la primera edición de “Juárez. Su vida contada a los niños”, del escritor yucateco Ermilo Abreu Gómez, publicada en 1972 con un tiraje de nada menos que ¡100 mil ejemplares! Aun así, no es tan fácil conseguir esta edición -o al menos eso me pareció en su momento-, la cual resulta curiosa ya que fue ilustrada con dibujos hechos por niños de entre 4 y 9 años de edad. Con ese público objetivo, como era de esperarse don Ermilo escribió una versión acotada y edulcorada de la vida de Benito Juárez, indio zapoteca que llegó a ser presidente de México, una hazaña nada fácil en este país de racismo sistémico.

El autor de “Canek” luce especialmente en los pasajes que abordan su niñez, pero en otros, su texto tiene cierto tufillo que me sabe a cristianismo. Creo que el también autor de “San Francisco” no pudo evitar hacer énfasis en el aspecto religioso de su formación, pues él mismo era creyente. Pero elude mencionar a la masonería, donde Juárez alcanzó el máximo grado. Asimismo, las Leyes de Reforma aparecen muy de pasada, tal vez para evitar mostrar a don Benito como un comecuras que se enemistó con el clero al separar a la iglesia del estado. Eso sí, se regodea en contarnos sobre su romántica relación con Margarita Maza, con quien se casó cuando él tenía 37 años y ella 17. Es conmovedor el capítulo en donde ella muere, cuando por fin hay tiempos de paz y estabilidad en el país. Después de tantos años de vivir a salto de mata y perdiendo a dos hijos en el proceso, en su lecho de muerte ella le suplica cumpla su deseo de casar a sus dos hijas por la iglesia.

La relación de Juárez con la religión es compleja, pues al igual que Sor Juana, para acceder a una mejor educación decide tomar los votos eclesiásticos. Por suerte, a pesar de ser seminarista sufre una vez más la discriminación de los sacerdotes, por lo cual decide abandonar la sotana y estudiar leyes. Su caso es digno de estudio, pues en una nación como esta con poca movilidad social -naces pobre, mueres pobre-, logró emerger de la sierra oaxaqueña para erigirse como un estadista que lo mismo leía libros en francés, inglés o latín. Su ansia de conocimiento no tenía límites, al igual que su amor por la patria, pues durante su presidencia itinerante, incluso al verse asediado por los conservadores, se negó a cruzar el Río Bravo para refugiarse en Estados Unidos, donde Lincoln -y posteriormente Andrew Jackson-, lo veían con simpatía y ayudaron a legitimar su presidencia ante la invasión europea y los embates de Napoleón III, quien se propuso imponer a Maximiliano de Habsburgo como emperador de México.

Aquí me sorprendió Abreu Gómez, porque no le ahorró a la niñez mexicana la descripción del fusilamiento del archiduque austriaco, que incluso viene dibujada en el libro. En ese episodio, da cuenta de los ruegos de personalidades internacionales que pidieron el indulto de Maximiliano, entre ellos el escritor francés Víctor Hugo: “Pero Juárez no flaqueó: no se trataba de clemencia ni de crueldad: era la patria que exigía la más completa justicia. Aquellos hombres habían ensangrentado injustamente el suelo de la patria, la habían puesto bajo la tutela de tropas extranjeras y de un emperador extraño. Había que dar un ejemplo al mundo. Y así los reos fueron fusilados en el Cerro de las Campanas a las orillas de la ciudad de Querétaro. La firmeza de Juárez salvó a la patria”, dice Abreu Gómez.

Hoy en día sabemos que sí le tembló la mano: el clamor internacional pidiendo se le perdonara la vida no llegó a oídos sordos, ya que Juárez pospuso el fusilamiento durante 3 días mientras sopesaba su decisión final. La presión política era muy fuerte para el presidente de un país que se presumía moderno y democrático entre el concurso de las naciones. Y aunque sabemos que al pobre Maximiliano le tendieron una real trampa y lo abandonaron a su suerte en un imperio hecho de humo y espejos, el pueblo que perdió a tantos de sus hijos durante la ocupación francesa clamaba justicia: pedía sangre y venganza. A Juárez no le quedaba de otra, so pena de verse falto de carácter en una presidencia ya de por sí endeble tras tantas luchas intestinas y golpes de estado.

Como dice la leyenda, sin despeinarse ni uno solo de sus cabellos, Benito Juárez tomó las decisiones que le dieron forma a nuestro país incluso hasta nuestros días. Una angina de pecho se lo llevó a los 66 años, rodeado de su familia y sus más fieles colaboradores, entre los que se encontraba el siempre fiel Lerdo de Tejada. Incluso Porfirio Díaz, quien se había levantado en armas en su contra cuando Juárez se reeligió, a regañadientes habría de rendirle el más grande homenaje a posteriori, pues durante su mandato mandó a construir ese monumento de mármol que todavía conocemos como el Hemiciclo a Juárez. Así fue la alocada e insólita vida de don Benito, quien pasó de pastor de ovejas a prócer no sólo de la nación, sino de todo un continente.

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