Batuta y piano juegan con la orquesta durante la pieza de Liszt.
Mérida salió de paseo, como buena noche de viernes. El ambiente, caliente de costumbre, curiosamente no advertía ser fecha de festividades. Una cantidad enorme de vehículos desbordaba cada calle, formando filas largas por el acceso indolente de los semáforos. Era el veintisiete de septiembre de 2019; la Orquesta Sinfónica de Yucatán, en su tercera invitación de temporada, prescindiría de la batuta oficial para cederla al venezolano Rodolfo Barráez quien, con solo veinticinco años, ha recorrido un jovial trayecto al frente de orquestas sinfónicas. Sin embargo, pese a tan locuaz convocatoria, el peso principal estaba en la presencia de Manuel Escalante, de los mejores pianistas en su generación a nivel mundial, orgullosamente yucateco de Valladolid.
El repertorio para la noche aseguraba líneas de referencia para una circulación sin riesgo de caídas, dentro de esquemas ambiciosos, pero no demasiado: lo adecuado para batutas en ciernes. La “Rapsodia Húngara Núm. 2” versionada por Müller-Berghaus, es una obra de Franz Liszt originalmente escrita para piano. Aunque cueste trabajo reconocerlo, personajes de caricatura como Tom y Jerry fueron el altavoz con el que esta pieza alcanzó fama, igual de masiva que un tema de corte popular. Para su interpretación, la sonrisa, la pose y el glamour diseñados para entornos cibernéticos, fueron fondo y forma; el tema en sí, requiere el menor esfuerzo para una orquesta con el calado de la OSY.
La reacción de la audiencia fue discreta y cálida al recibir al joven director, pero exponencialmente mayor cuando tuvo de frente a la estrella indiscutible de la noche: el pianista lejano por varios años, finalmente en el Peón Contreras, traduciendo los deseos de un gigantesco compositor. Nuevamente Liszt, ahora en sus manos, brilló en cada faceta tallada de su “Concierto para piano Núm. 1”. El recorrido por cuatro segmentos, tres de ellos en torno al ritmo allegro, fueron un compendio expresivo de buen resultado.
La energía en el piano, supeditada jamás por la orquesta, llevó de la mano al otro invitado, ejerciendo una simbiosis fructífera. La franqueza y el decoro necesarios llegaban en los puntos exactos, con esos fraseos al detalle que hacían deliciosa cualquier expresión en partitura. Las palmas y vítores de pie, pálida cortesía a la fina ejecución del maestro Escalante, arrancaron su sonrisa tenue, de gratitud por el reconocimiento; idénticamente honesto si hubiera estado frente a una audiencia rusa o alemana.
Una entrega de belleza nueva acaeció en la segunda mitad del concierto. Otro Franz -ahora Joseph Haydn- asumiendo su paternidad de la sinfonía, fue presentado con la “Núm. 103”, la del timbal redoblado. De un tiempo en Londres, hacia la última década del siglo dieciocho, se aprecia su virtud creadora, consecuencia de muchas decenas de obras bajo este y otros formatos. Sus diversos recursos, sorprendentes de siempre.
Las partes, en su diversidad, pasan del anuncio fastuoso al lirismo cortés descrito en escalas descendentes para violines y sucedáneos, una invitación a dialogar con las maderas llevado por la joven batuta, en medio de dislocaciones imperceptibles frase por frase, sorteadas por el rigor profesional de cada sección instrumentista. No era necesario separar a las hermanas violas de sus hermanos violines segundos, sabiendo cómo comparten largos argumentos y que físicamente es mejor percibirse cerca que a larga distancia. No era necesario tremendismo en los enunciados, a pesar de ser pedidos con aspavientos. Haydn jamás necesita ser Wagner, confirmado bajo su criterio de usar una sola percusión, con las reservas -excepto cuando habló en voz alta- del timbal que arroja el alias.
El rendimiento sonoro prevaleció ante tales elocuencias. Después de todo, los diplomados no suelen cubrir integralmente el arcoiris interpretativo. La música, faltaría decir, también es ciencia. En su contexto académico va más allá de la armoniosa selección de notas, solo buscando que aquello suene bien. Es historia, sentimiento, poesía, emoción. Y todo dentro de un proceso evolutivo. En evidencia queda también, para una obra surgida en la madurez de un genio, acumular madurez sobre un podio, además de la que llega con la edad. Solo hay que mantener la intención.
Por razones que posiblemente nunca lleguen a conocerse -salvo lo deducible por los resultados- alguien tuvo el ingenio de deslindarse de los conservatorios, como fuente segura y normal para construir especialistas de cada instrumento, incluso, de la dirección. Es posible que, para metas diferentes haya procesos diferentes, cuando lo que se busque garantizar sea que sirva la música de entretenimiento -que lo es- y no tanto como arte -que también lo es- para una sociedad que mundialmente avanza hacia un sentido falaz e inconsistente, lo apto para superfluos, como los que filman con celulares.
Para el esclavo de mostrarse “elegante y culto” frente a seguidores virtuales, estas nuevas disposiciones les vienen de frente. En ese sentido, hay poco o nada qué aplaudir. En el extremo radical, el cultivo de la Música como arte deja un resultado de excelencia, como cuando llega Manuel Escalante, a cosechar ovaciones de pie en esta y, sin duda, en sus futuras presentaciones. ¡Bravo!