Clasicismo y Renacimiento modernizado en la OSY

"La apuesta de la Orquesta Sinfónica de Yucatán por variar legados y repertorios, además de interesante, ha tenido el mérito de interpretaciones logradas con veracidad y buen gusto. Batutas, propia y ajenas, así lo demuestran. ¡Bravo!" Felipe de J. Cervera

Un grato repertorio acuñó el séptimo programa de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, los días veinticinco y veintisiete de marzo de dos mil veintidós. El director titular, Juan Carlos Lomónaco, salió entre aplausos batuta en mano, ansioso por abrir con Mozart. Y ya sabía que de inmediato, el ambiente se iluminaría. Aquel equilibrio mantuvo la atención de los concurrentes quienes, por lo visto, disfrutaron los cuatro episodios de la Sinfonía 29, catalogada 201, según el más famoso de los compiladores mozartianos.

Almacenando casi una treintena de sinfonías, el lenguaje del compositor mantenía líneas que a veces aparecerían en otras creaciones, para evocarse a sí mismo -pudiera ser- ocultas bajo el discreto floreo de los instrumentos. Su forma sonata, apenas irradiaba sonoridad sin afectación, porque lo suyo era mostrar refinamiento, ganado en toda una vida viajando por Europa. A los veinte años, era conocedor del ambiente palaciego -de la nobleza tanto como el eclesiástico- y la Sinfónica de Yucatán, aunque nunca pasó por su mente, bien podría resonar en esos espacios que gozaron la presencia del genio.

Aplausos instantáneos significan una cosa: aprobación. Al delicado recibimiento, siguió una dupla de obras donde la primera -Suite número 1 “Aires y Danzas Antiguas”- de Otto Respighi, mantiene un contenido añejo, lo suficiente para volar a tiempos y raíces de la Europa renacentista. Y cómo no, con su afinidad a las obras vivaldianas y monteverdianas, era obligatorio traducirlas a su lenguaje sinfónico. La suite también está hecha de cuatro partes, con dotación instrumental que considera al arpa, con su dulzura cotidiana, para unirse al oboe evocando aquel mensaje viejo, que pudo proceder del Barroco o hasta de un tiempo anterior. Respighi trata a la sinfónica como orquesta de cámara.

No duda en crecer, pero se mantiene dentro de márgenes que descartan los estruendos. Todo tiene qué decirse en voces bajas, discretas que por momentos aparecen vívidas y con mayores acentos del crescendo final. La pulcritud de los acordes, traspasando el llanto del violín, dan la oportunidad de disfrutar a los pizzicatos -estrategia habitual del compositor- que le sirve de preámbulo para el (in)esperado cambio de carácter. La recta final, festiva, alardea la sonoridad que antes guardó como un secreto. La OSY izó sus banderas y mantuvo su fidelidad al pentagrama. Vinieron más aplausos y se dispuso, como está acostumbrada, a ganarse otros nuevos.

El delicioso legado de Zoltán Kodaly estaba prescrito para el cierre. Más danzas, ahora arrancadas de tierras húngaras, dan lugar a lo gitanesco, que se ha plantado elemental en su historia y su cultura. Las “Danzas de Galanta”, puede hacer alusión a los juramentos y cánticos romaníes; pueden estar realizadas con colores robados -cosa normal siendo gitanos- a los ritmos sudamericanos y al mestizaje entre Asia y Europa que por siglos revolucionó idiomas, costumbres y guisos. Sin escapar al embrujo, el pueblo canta con voces diferentes; Kodaly las filtra en su mente y las dibuja en forma de semicorcheas, en un papel directo a los ojos de la Sinfónica de Yucatán.

La charla del clarinete hace un mundo nuevo, mientras la cuerda trataba de arrebatarle la palabra. Aquella conversación pronto crecería, causando sorpresa por el compás tejido de detalles que causa agobio, pero también alivio. Ahí hay un duende que marca el ritmo, un dos-un dos y la sinfónica plena tenía algo qué decir con impaciencia, mientras cada quien esperaba su turno en el enorme canto. Armonías heroicas y emotivas erizaban la piel, con la cuerda cantando muy alto para volverse suspiro, que aprovechaba el oboe para cambiar la conversación.

El uso de las percusiones, daban el sabor para imaginar una kermés eurasiática. El maestro Lomónaco pocas veces ha luchado por no bailar mientras dirige, lo que fue imposible para Alexander Ovcharov, el oboísta, que desde su asiento seguía la cadencia como nunca, imitado por violas y otros desde sus butacas, dispuestos a zapatear lo que fuere que estuvieran celebrando. Cinco fracciones avanzaron sin parpadear y cuando nadie lo esperaba, el acento conclusivo arrancó la ovación.

Cada repertorio ha sido muestra de nombres tan grandes, como el Mozart que por fortuna ha sido frecuente en esta temporada. La alternancia con otros de su calado, aunque por pares, es atinada. La apuesta de la Sinfónica de Yucatán por variar legados, además de interesante, ha tenido el mérito de interpretaciones logradas con veracidad y buen gusto. Batutas, propia y ajenas, lo demuestran. ¡Bravo!

 

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