La OSY interpreta su monumental Séptima Sinfonía.
Afuera, el sol demostraba su inmenso poder para desbaratar el ánimo del más enérgico. En el interior de su recinto, el Peón Contreras alardeaba su intenso poder para ser un oasis de arte y belleza. Y esta vez invocando al compositor austriaco Anton Bruckner, que dejó un legado de genialidad indescriptible. Una sola de sus sinfonías –la número siete– fue seleccionada para este domingo veintisiete de mayo de 2018.
La razón de ello –aparente para muchos– consistió en su duración, que rebasa la hora continua por algunos minutos. La verdadera razón es que escucharla de cuerpo presente, equivale a una experiencia religiosa y tiene sentido: Bruckner fue un hombre vinculado estrechamente a la práctica de su fe, para la cual compuso con profusión. Este impulso no queda descartado en aquellas obras de distinta índole a la religiosa, como la designada para esta fecha –la última de los conciertos sinfónicos de la temporada enero- junio 2018– con que la OSY cierra un ciclo más de un modo supremo.
Toda la gama de adjetivos puede ser insuficiente para describir la obra del galimático compositor Anton Bruckner. Desde su perspectiva, no existe el concepto de lo pequeño o sí, pero en un contexto diferente. Dueño de una expresividad anhelante, se alimentó principalmente de Beethoven y de otros afluentes como Mahler y Wagner, de quien inclusive fue amigo cercano y sincero admirador. Junto a su capacidad natural por las giganterías, Bruckner tenía una inclinación hacia lo perfecto, más allá del nivel coloquial que todos conocemos o que, en algún momento, hemos tenido. Para él, las precisiones fueron el punto focal en su producción.
Revisó y volvió a revisar cada compás, desde el primero hasta el último… lo normal en su larga trayectoria, que daba como resultado la aparición de diversas versiones de sus obras, a veces corregidas por él mismo y otras por directores que se tomaban las atribuciones de interpretarlas según sus particulares criterios. Bruckner se basó para hacer esto en la persecución de efectos estelares y los lograba. Parecía una obsesión o un capricho, lograr aquello para construir partituras que decantaran la grandeza de su personalidad o mejor dicho, de su espíritu.
Una reforzada Orquesta Sinfónica de Yucatán, sustanciosa en cuerdas y metales, realizó una de las monumentales y más celebradas interpretaciones de esta Sinfonía No. 7. La partitura encuadra la intervención de la tuba wagneriana, con la que formó una subsección para aderezar sus compases y sus acentos con un impacto de extraña sutileza. En esta sinfonía, honda como un pozo, adjunta su honesto dolor por la muerte de Wagner, acaecida en 1883, apenas tres años previos a la suya propia. Bruckner revisó minuciosamente, según su tendencia, las facciones de su escultura sonora. Pulió cada detalle, cada línea larga y el destacado cuerpo general de su mensaje. Estaba dando forma a un sentimiento o a un conjunto de sentimientos.
A diferencia de otros creadores, que produjeron obras basadas en el encargo, en el ingenio y en emociones de diversa gama, Bruckner incluyó el amor y la devoción, como elementales para decir lo que tenía que decir. Habrá quien perciba su música como la extensión de otros que le enseñaron o que aprendieron de él, tales son los casos de los mencionados Wagner y Mahler, respectivamente. Si en lugar de compositores hubiesen sido océanos, habrían sido contiguos a Bruckner, naturalmente compartiendo corrientes y oleajes, pero cada quien poseyendo una extensión y una profundidad propias.
La sinfonía siete tiene un diseño de emocionante fastuosidad. Es conmovedora, romántica, elocuente. Resplandecen sus frases angelicales desde el trémolo inicial. Alcanza sus mayores intensidades sonoras gracias a un sorpresivo intercambio de motivos. Suele despegar desde la más absoluta discreción y es ahí cuando atrapa la emoción de quien escucha. Evoluciona con sigilo y prudencia, hasta plasmar un cuadro muy diferente. Solamente entonces uno se da cuenta que nunca supimos cómo hemos ido a parar allí. Cada movimiento es, en realidad, una sinfonía en pequeño.
El segundo episodio, no obstante estar acotado como muy solemne y muy lento, refrenda el impacto del Allegro inicial de la obra. Establece un aura de misterio, que no es sino una mirada espiritual al interior de uno. La cuerda, dulce, establece junto a los cornos el significado de tal introspección. Se desarrolla en tenues matices, avanza lentamente –como está prescrito– en su discurso y con toda humildad recibe las estrechas contestaciones de los segundos violines. El crescendo se desarrolla sin aspavientos y de pronto se muestra una plenitud orquestal, en que las notas bellísimas llegan a ser más altas y los acentos más marcados y más enfatizados.
El Scherzo, tercer movimiento, canta con precipitación un danzante hilo de melodías, hasta descifrarse en los tonos más estrepitosos, como el delicado sonido del trueno, hasta concluir los párrafos en sus habituales pausas brucknerianas, equivalentes al punto y coma, por la inminencia de que va a decir algo más. Para el Finale, su cuarto movimiento, el público disfrutando las notables ejecuciones de la orquesta, ya estaba derretido como la gente que no asistió, pero por causas ajenas al sol del mediodía. Buckner llegó y se adueñó del corazón de todos. Puso nudos en -casi- todas las gargantas* y arrancó una intensa ovación de diez minutos, mitad por la perfecta musicalidad del conjunto orquestal, con la magna dirección del maestro Juan Carlos Lomónaco, y mitad por la resuelta admiración a un genio separado de nosotros por el tiempo y la distancia, pero unidos a él en las más altas dimensiones de nuestra naturaleza humana. ¡Bravo!
*Addenda: Quedan exentas, sin temor a equivocación, todas las personas que encienden sus teléfonos celulares, las que cuchichean y los que están pendientes de asuntos ajenos a la experiencia de disfrutar las maravillas entregadas en el grato escenario del Peón Contreras, es decir, los que causan molestias al respetable público. Incluidos además: los que llegan tarde, los que se escapan temprano, los que “oyen” la música en los pasillos, los que ingresan al teatro sin la menor intención de estar allí, demostrando una actitud de escaso o nulo respeto a los demás. Solo Dios sabe –porque quizá ni siquiera ellos lo sepan– qué afán es ese de “ir a la sinfónica” sin ir realmente. Para una conducta tal, hay muchos parques en la ciudad, que pueden servir de esparcimiento más auténtico y acorde a sus intereses.