Mientras diversas bandas de narcos libran una batalla por el poder —que incluye a sus sectores gays con todo y sus narcocorridos—, Mazatlán se ve invadida por una avanzada de cucarachas del espacio adictas a la cocaína comandadas por Palante, quien pasa desapercibida con un disfraz de humano. Los siguientes fragmentos dan cuenta de estos rasgos en esta novela delirante de Víctor Santana.
YERBA, PITO Y DINERO
El Chino manejaba por el malecón con uno ojo puesto al interior del Maserati 425. Había dejado una bacha, pero no la veía en el cenicero ni en el portavasos. Aprovechó un semáforo en rojo para abrir la guantera y sacar el Pax cargado de Gorilla Glue, su sativa favorita. Se acomodó el cabello mirándose en el retrovisor. Lucía bien, no se sentía viejo. Sus ojos jalados no registraban patas de gallo. Aunque rehuía a la vanidad, no dejaba de ponerse crema de día y crema de noche, y eso lo tenía menos avejentado que los cabrones de su generación que frecuentaban el Nandas.
¿De qué le servía? Hacía una eternidad que no cochaba. En algún momento ya no iba a recordar el sabor de los pitos. Así como empezaba a esfumársele el recuerdo de la última vez que se tiró en una cama con el Marino y se quedaron dormidos con los dedos entrelazados y la televisión encendida.
En la estación de Pueblos Unidos un grupo de orquestación serrana reinterpretó «Lo más bello es lo más justo» de Renaldo del Trino:
Culito saltón,
degollarás a toda América,
y luego nos iremos a pistear
a la costa de Mazatlán.
En barcos, avionetas y trocas,
respetando a los jefes del Cartel,
engalanados con bufanda de seda,
corbata de balas y perfume de humo.
Entre la gente buena que cultiva,
entre dílers, picos y fierros,
serás motivo de orgullo
mientras haya yerba, pito y dinero.
Lo más bello es lo más justo,
lo más deseable un morrito que esté bueno
y lo más sabroso
mandar al infierno a los puercos.
¿Por qué creyó que el Marino era inmortal, que él mismo era inmortal, cuando el destino vivido era el único posible? Esa muerte alteró un paisaje cognitivo que hacía mucho no satisfacía al Chino.
Surgió de la radio la voz de Lino Maduro, esa voz que se raspaba, timbraba y crecía venida de una caverna llena de conversaciones superpuestas.
—Se perdió la vergüenza en Mazatlán, son la desvergüenza hecha ejército.
Tras la estática y la interferencia sonaba un séquito de pueblounidenses aplaudidores. Gritos airosos, tiros al aire, sombreros de palma que se agitan con la ventolera. El Chino salió del malecón y enfiló a Cerritos, blandito hasta la médula por la Gorilla Glue, y le cambió a una estación local de narcocorridos gay.
Sin esa música, sin la revolución de conciencias que fue el destape narco, ¿habría salido el Marino un centímetro del clóset?
La historia se repitió en todas las clicas: un matón grandote se compraba el álbum Secretos de Renaldo del Trino y una semana después juntaba a la familia para confesarles que era muerdealmohadas sin estrenar, y que daría un vuelco a su vida para el cual iba a necesitar el apoyo de todos.
O el reverso: un contador de cartel, casado, con dos gemelitas preciosas, se encerraba en un hotel a llorar penas hasta hacía poco desconocidas, a jugar al suicidio con ibuprofeno y el DVD Renaldo del Trino y Mimi Kaborca: mano a mano. Salía del hotel convencido de montarse un harem de pasivos, y pobre de la esposa si rezongaba.
La mayoría cobarde se sirvió de la discografía completa de Renaldo del Trino para aventurarse una sola vez en un cuartoscuro a chupar alguna verga flaca, desviada y tristona.
El Chino se hizo hombre mientras se asimilaba el destape. Agarró valor para irse a vivir solo, siempre enamorado de uno y otro casado, hasta que dio con el Marino, que sabía escapársele a la esposa y darles a ambos sus lugares. Ni se hablaba entonces de ser novios y tener perrhijos.
En aquel tiempo el Chino manejaba una Datsun verde con acabados plateados cuya sola visión hacía que al Marino se le pusiera el pitillo al cien. Arriba de la Datsun iba el Chino echando el primer toque con el corrido gay de moda a todo volumen. La señora del Marino empezaba a gritarle a su marido que ya se iba de puñal, y no importaba lo que él contestara, ella invariablemente le soltaba otro guamazo.
El Chino bajaba de la Datsun y se acostaba en el cofre a esperar a que el Marino saliera de su recinto hetero para llevárselo por una campechana de camarón con chingo de salsa, y luego a un motel de las afueras, donde se la mamaba hasta dejarlo seco.
Bajó la velocidad y se recriminó la idealización del pasado remoto y heteronormado del Marino. Sigo con mis complejos, se dijo.
El destape narcogay fue mayatero y no lo preparó para la autorrealización del Marino. Vivió con estupor cuando empezó a mamarle el culo. Lo quitaba. Se hacía la putita difícil. Y no lo dejó chuparle el pito hasta que un día el Marino se le rebeló e hicieron un sesenta y nueve en toda regla. Con el tiempo se aclimató, y ya para cuando le pidió que se la metiera, el Chino estaba listo para llevarlo de la mano por su vía dolorosa.
Por eso amar al Marino debía ser amarlo por sus últimos años, cuando hablaba en femenino y se ponía lencería. El novio que había perdido no era aquel casado-más-activo de antaño, sino el señor al que acompañaba a los paraderos de microbuses para que no terminara madreado cuando les ofrecía mamadas a los choferes.
Se detuvo en el camellón solitario de Cerritos donde había quedado de verse con Bato. Volteó hacia atrás y lo divisó bajarse del camión en el último paradero de la ruta. Era un morro lleno de ambiciones al que quería retacar de conocimiento.
TRES CANGREJITOS
Palante tiró al suelo el cigarro y lo apagó con el tacón del Oxford Ac Greggo de Louboutin. Vestía una gabardina color crema y pantalón a juego, camisa blanca, una corbata muy angosta y un fedora de Borsalino. El malecón estaba repleto de una neblina que cazaba bien con su indumentaria. Igual que hizo con la bata de fumador, pidió esa ropa por Amazon tras verificar en las páginas de los productos la satisfacción de la mayoría de los clientes.
Estaba sentado en una banca frente al Monumento a la Mujer Mazatleca. Las luces más cercanas venían de la Plaza del Clavadista. La Mujer Mazatleca le parecía atractiva, a pesar de que era totalmente rígida y de bronce corroído. Vibró el bolsillo de su pantalón. Sacó el celular y tenía un nuevo mensaje de un número desconocido: Aterrizaje en ubicación acordada. Complejo Militar en Tránsito: intacto.
Volteó hacia todos lados, temeroso de que la nave se hubiese estrellado en la calle, el Cerro Nevería o cualquier otro lugar a la vista. Sin embargo no había nadie alrededor.
Se asomó al mar y encontró a la nave madre equilibrada sobre un montículo de piedras enraizado a la barrera del malecón, donde estaba asentada una familia de cangrejos. La mayoría se replegó contra la barrera, pero tres cangrejitos curiosos subieron a la nave, atraídos por el brillo de unos cristales que se le habían pegado ya dentro del Sistema Solar.
Palante saltó el metro y medio que lo separaba de las piedras. Su caída accidentada le desgarró el pantalón de lino y los Oxford Ac Greggo se revelaron inútiles para cualquier cosa que no fuera pasear en alfombra. Con una mano azuzó a los cangrejos y con la otra jaló la compuerta principal. Las luces intermitentes le indicaron el reinicio del sistema.
La compuerta cedió y se iluminó el interior de la nave. Salió a saludarlo la cucaracha atractiva de la tripulación. Algo dentro de él (dentro del traje humano y dentro de su cuerpo real) se removió. Aunque había visto a un par de cucarachas terrestres salir de la bolsa vacía de un pedido de comida china, no era lo mismo encontrarse con alguien de Gortinga. Las cucarachas terrestres tenían la mirada perdida de los pueblos a los que se les niega asentarse y formar cultura.
Palante se hincó y le preguntó:
—¿Están listos para conocer su nuevo hogar?
La cucaracha atractiva negó con la cabeza, así que Palante acercó su mano y la cucaracha se subió. Se llevó la mano a una oreja para escucharla por encima del oleaje. La cucaracha le dijo que podían reemprender el vuelo, pero el protocolo indicaba el desalojo de las naves de combate, para que la nave madre viajara con menos peso.
—Para el ojo terrestre, nuestras naves son indiferenciables de los drones —dijo la cucaracha atractiva, demostrándole a Palante que era versada en la Tierra.
Acercó a la cucaracha atractiva a la nave para que pudiera bajarse de su mano, y ella entró a organizar el proceso de descarga. Palante escaló de vuelta al malecón. No fue fácil, pues las suelas de los Oxford Ac Greggo no permitían ningún tipo de agarre, así que clavaba los zapatos entre las piedras como si fueran zapatillas de escalada. Estaba seguro de haber matado a unos caracoles que habitaban entre las rocas. Se empujó con los codos para subir a la barrera del malecón, y le costó tanto trabajo que cuando lo logró se tiró a la banqueta, llenándose de arena la camisa.
La nave madre, rodeada por las naves de combate, se situó sobre su cabeza. Caminó guiándolas hasta el edificio de Olas Altas. Subió a abrir la ventana del departamento 201 que daba a la calle, y por ahí entró la colonia de la misión de Palante.
***
Víctor Santana (Tijuana, 1982) es doctor en filología hispánica, autor de No es material para pistas de baile (2013) y director editorial de Tierra Adentro. En 2023 publicó su novela ¡Cucarachas! con la editorial Nitro Press.