“Trece negro”, un relato de Osiris Gaona

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Un hombre en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa y se suicida. Pero no todo es tan sencillo en este relato de Osiris Gaona, cuya lectura no es apta para triskaidecafóbicos, es decir, para aquellos que le temen al número 13... ¡no dejes de leerlo, es una apuesta segura!

Fabián se mira los pies, lleva en la mano un papel arrugado. Viene desde muy lejos. Montecarlo es un sueño, su sueño. El encuentro está ensayado. Ha repasado detalles con precisión. El hotel, las flores, el vino espumoso. Lleva la sortija guardada con delicadeza junto al corazón y, en el bolsillo, una carta oculta. Le produce hasta miedo tocarla. Por el número. El 13. Es del Tarot. Ya le anunció que…

Tu inflamación en los pies es por el hígado. No te funciona. Cirrosis total la llaman los médicos. Te queda solo esta noche antes de inflarte de dolor como un globo. ¿Lo oye? ¿Lo piensa? Se detiene frente al imponente casino. El corazón le palpita, también le gotea algo desde la entrepierna, algo como una humedad ansiosa; la sonrisa canalla se le escapa. No puede creer que haya llegado a la escalinata del gran edificio y ahí frente a sus ojos la puerta se abre, de una zancada primorosa atraviesa el portal.  Ha llegado varios minutos antes de la hora pactada.

¿Pactada? ¿Con quién? Mira a un lado y a otro, buscando entre la gente. Las mujeres y los hombres se apresuran de máquina en máquina. A lo lejos ve a unos personajes sudorosos limpiándose la frente. Un hombre se aproxima a una dama regordeta, de grandes pechos, se acomoda la estola mientras sonríe descompuesta. El hombre, vestido con pulcritud, se lleva una mano al auricular que conecta con el oído izquierdo. El 13, dice, la actitud cambia en dirección opuesta ciento ochenta grados y con un ademán violento la toma del brazo, la arrastra a la salida, la mujer intenta decir algo.

Una ventisca la lleva a la calle. Fabián mira su mano. Los dedos se le inflaman. Uno de los hombres sudorosos, que lo mira, se lleva el pañuelo a la nariz y hace un gesto de repulsión, luego aspira algo que lo calma, después discute en la caja y con una negación se desprende de su reloj brillante; a cambio, le entregan unas fichas de varios colores en la que Fabián puede ver un número.  Otra vez se acerca. Con paso apresurado se dirige a una de las mesas de juego.

Entonces, una mujer sorprende a Fabián:

—Buenas noches, ¿es nuevo por estas instalaciones?

—Sí, de hecho, solo espero un número.

La señora madura le pide que le acompañe a una de las mesas, Fabián sigue aspirando el olor que desprende una mezcla de jazmín y un olor picante que no alcanza a distinguir, el olor se mezcla con humo de tabaco y nicotina que emanan muchos de los asiduos del lugar. La mujer elegante, con un mechón de canas mezcladas con el negro azabache, saca de su bolso varias fichas de juego de diferentes denominaciones y, en un ademán divertido y autoritario, le comparte un enorme bonche.

Él se rehúsa con amabilidad, objetando que él ya tiene su número. A la mujer le brilla un ojo y un diente; lo reta mirándolo a los ojos. Le toca la barbilla con aire de seducción y lo cuestiona: ¿Usted, señor mío, le tiene más miedo a la suerte o a la muerte? No desperdicie ninguna de los dos. Juegue, la primera es efímera y la segunda eterna; ambas son rarísimo que se encuentren en una sola noche.  Fabián consulta su reloj: aún tiene unos minutos.

Sin pensarlo, desliza sus dedos entre la mesa haciéndose camino hasta un número rojo. Mira de reojo a la mujer y piensa que es más joven que antes. En ese momento un hombre giraba la manivela de la ruleta. Sintió el olor a jazmines y azufre intensificarse. La espina dorsal se le erizó. Se volvió a ver los pies, ahora tan inflamados que no le cabían en los zapatos. El grito de todo el 13 negro lo trajo por un instante a la mesa de juego.  Y luego, en el lugar de la mujer, le vino un buche agrio. Lo respiró. Y no supo más.

La que esperas ya se ha ido…

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