Estupenda combinación de obras en la OSY el fin de semana
Una cosa es el Lago de los Cisnes y la misma cosa es cualquier obra del genio ruso Piotr Ilich Tchaikovsky, porque en esencia es inclasificable, a pesar de los intentos. ¿Tchaikovsky fue un compositor romántico? Sí. ¿Fue un nacionalista? A vistas de su lejanía del Grupo de los Cinco, muchos dirían que no; pero su obra se aproxima a decir que sí, como el Tema Ruso de su célebre Serenata de Cuerdas Opus 48. Las críticas en su contra surgieron desde que era un estudiante de conservatorio, hasta entradas las primeras décadas del siglo pasado.
Y es que hay varias rutas que llevan a Tchaikovsky, pero en todas ellas la exigencia es exactamente igual: hay que tocar de corazón. Todo va en otro color. La respiración es diferente. Aquel con un arco en la mano o el que crea sonidos a pulmón o percutiendo baquetas contra una membrana, sabe a conciencia y por intuición que su sonoridad queda en un espectro peculiar. Tchaikovsky no es Mozart, no es Wagner y mucho menos Beethoven. Particularmente melodioso –en todos sus compases– crea ideas musicales sin aparente esfuerzo, lo que tras bambalinas implica un gran dominio técnico para recrear una interpretación fiel a sus recursos. Así, nada es lo que parece. La sencillez se vuelve complejidad; tras ella se accede a un nivel que no tiene clasificación. Ni comparación.
La Orquesta Sinfónica de Yucatán, el viernes 1 de diciembre de 2017, a través de su noveno programa en la temporada que está a un paso de concluir, presentó un notable repertorio intercalando dos obras de Tchaikovsky con dos obras de Richard Strauss las que, diferencias aparte, fueron una placentera manera de armar un concierto robusto en cantidad de recursos. La primera baraja fue la exquisitamente interpretada Marcha Eslava, del amplio catálogo del maestro ruso. Elocuente, distinguida, establece el primer hito de heroicidad en una noche pródiga en este sentido.
Richard Strauss, compositor alemán, habitualmente confundido con la dupla de valseros vieneses Strauss (padre e hijo), con los que no tiene relación en lo artístico ni en lo personal, fue quien trajo al invitado de la gala: al maestro español Salvador Navarro, con el encargo de interpretar el Concierto para Corno No. 1 Opus 11. El repertorio para este instrumento de caza no es abundante como en el caso del piano o del violín. El reto de articular su sonido, tanto por detalles técnicos como en los matices interpretativos, jamás consiguió la benevolencia masiva de los compositores. Y es que tiene una presencia que es principal y es sublime. La Eslava obtuvo una larga y estruendosa ovación que pareció extenderse al momento en que el invitado apareció en escena. Partiendo plaza, parecía un primer espada –artífice de tauromaquia– que agradecía con sonrisas la amable recepción.
Tras el primer acorde, los arpegios del ilustre sonido fueron eminentes al grado de contender con la armonía de toda la orquesta. El maestro, en equilibrio perfecto, desplegó la tercia de movimientos que forjan el concierto (un Andante engastado entre dos Allegros). La delicada reafirmación del estatus sonoro, creó un abanico de más heroicidad elegante, con aires de nobleza, destacando se disfrute con creces este sonido en formato solista, cuando suele ser uno de los ingredientes generales – agraciado, por supuesto – en la nutrición de armonías. En su recorrido, la orquesta fungía contrapeso recreando una tendencia rescatada por el compositor, la forma concertista anterior a su periodo, ya que llevaba mucho versado en poemas sinfónicos.
Tchaikovsky, con su Capricho Italiano, llegaba de nuevo asombrando con las riquezas de sus viajes, en los que buscaba motivos nuevos para componer. Desde su introducción, como exultaciones de guerra, los metales vuelven a imponer la sensación de triunfo, transformando todo su proceso hasta disminuir a una liviandad melódica, que acaba siendo responsabilidad de la cuerda. Todo el apaciguamiento logrado sigue sin quedarse quieto, hasta llegar a fuegos de artificio, en una memorable ejecución que a su paso repite en eco su Obertura 1812.
El póquer cerró con Las Alegres Travesuras de Till Eulenspiegel, poema de un sinfonismo portentoso, retorno y despedida de Richard Strauss. Basándose en el personaje del antiguo folklore alemán, a través de intrincadas melodías, llenas de destrezas y de gracia, el compositor contrasta la energía con sorpresa armónica, una vez y muchas más, refrendando el carácter travieso que determina la obra. Utiliza una extensión instrumental, al agregar más metales en una configuración de gran orquesta. Funciona de manera increíble. Con ampliada dotación de recursos, describe personajes y escenarios bucólicos.
El resultado es una sensación que oscila entre la tensión y el relajamiento, todo condensando en una obra ambiciosa y finamente ejecutada. Los acordes finales realizan un ritornello, volviendo al tema primitivo, con lo que se genera un alivio necesario. El beneplácito de la audiencia se mostró ovacionando de pie una entrega musical perfecta por los cuatro costados. ¡Bravo!