Manuel Alejandro Escoffié y yo coincidimos en nuestro amor por el cine y por una buena crítica. Nuestros motivos no son iguales, él ama el acto intelectual y visceral de ver películas; yo amo el acto intelectual y emocional de imaginarlas. Para mí el verlas, el leer de ellas y pensar sobre ellas sólo son consecuencias secundarias. De normal, ante un texto de mi amigo con el cual me encuentro en desacuerdo, tomaría el teléfono o el chat y asaltaría su paz y calma con una incesante retahíla de argumentos y oposiciones. Y sí, de normal le escribiría mis oposiciones en privado. Pero Kael y Bazin: la crítica de cine disidente no es un artículo normal. Es un gran artículo, quizás el mejor que le he leído. Y está mortal y maravillosamente equivocado. Esto amerita responder en público.
La tesis central de Manuel es que Kael y Bazin, normalmente considerados críticos en extremos opuestos del mapa intelectual, comparten una característica central que es preciosa para él: la disidencia. Un ideal romántico si lo hay, y uno que me consta que Manuel suscribe. Para mi amigo, el crítico tiene un deber sagrado con la honestidad intelectual, y por eso espera y demanda que los críticos sean ante todo, coherentes y respondan a ellos mismos y nunca a la industria, a las buenas costumbres y mucho menos a la audiencia.Manuel es un romántico que cree firmemente que la verdad (en minúsculas porque es personal) de uno debe sostenerse. Y que un crítico es quien, con saber y pasión, juzga honesta y valientemente. Mi amigo idealiza así la disidencia, ve en el oponerse a la opinión consensada y prejuiciada un acto de valentía. Pero yo veo en Kael un acto de soberbia. Y la soberbia es un pecado. Antes de seguir debo confesar: detesto a Pauline Kael. Y quiero con amor entrañable a André Bazin. No estoy de acuerdo con ninguno de los dos, pero a uno lo quiero y a la otra no. Advierto esto porque nadie debe tomarse lo que escribo ciegamente. Aquí juego con apuestas hacia un lado.
Sigamos. Manuel habla de la semejanza entre Bazin y Kael en la disidencia pero omite la diferencia. Y las diferencias cuentan todo. Pauline Kael llegó tarde a la crítica masiva. Llegó de 46 años y después de años de apostolado, colaborando donde le permitieran. Es decir, supo duramente lo que era ser ignorada. Y aprendió, como pocas, el valor del escándalo, la autopromoción y el estrellato. Todo eso estaría muy bien, pero aquí hay una cuestión de grados. Y Kael no conocía de ellos. Kael nunca necesitó saber de cine, y su soberbia nunca le permitió admitir que había mucho que no sabía. Su olfato era el de la polemista y antes que una buena idea buscaba una buena frase. Su trabajo sobre Citizen Kane plagado de errores ha sido refutado; mas, hay que decirlo, de tan buena la pluma la calumnia persiste.
Nadie podrá discutirle el genio de su mordacidad. Pero de crítica nunca hizo nada, solo tenía una herramienta para juzgar: su gusto personal, refinado hasta cierto punto pero lagunesco. Woody Allen dijo de ella que “tiene todo lo que un gran crítico necesita, excepto juicio”. Nunca ajena a la hipérbole, no hay en ella matices, solo pasión y frenesí por más de lo que le gusta y escarnio de lo que no. Sus filias reflejan una pasión concupiscente, pero nadie que odie a Welles y Kubrick puede pretender entender nada. Es claro que le faltaban matices y que, si la recordamos, no es por sus ideas, sino por su pasión, sus polémicas y su pluma. Que allí estaba su profundo y limitado talento.
André Bazin por otro lado, era francés y católico. Me gustaría pensar que con eso basta para explicarme pero me temo que no. Bazin fue antes que nada un crítico que hacía crítica por amor al cine. Escribía para entender, para compartir. Su gusto no lo llevaba a pedir más exuberancia, sino más verdad. Si Kael empezó tarde, Bazin murió temprano, a los 40 años de leucemia (una muerte temprana de esas tan francesas como la de Boris Vian). Para Bazin, el cine debía aspirar a una verdad objetiva, donde el mecanismo del cine desapareciera y la escena se presentara lo más directa y clara ante la audiencia, que debería de interpretarla. Para Bazin, menos es más y desconfiaba del exceso de forma, buscando como buen católico una verdad espiritual y objetiva en la pantalla, una contemplación. Y si bien Bazin -fundador de la legendaria Cahiers du Cinema- supo escribir, hoy lo recordamos por sus ideas (un poco mal entendidas) y por la gente en la que influyó. No por su pluma.
Hay que comprender que vienen de eras distintas y podemos ver en Bazin una reacción contra los excesos de las ideas del montaje de los 20’s y los 30’s. Y en Kael una reacción contra un cine americano descolocado y sin autoestima. Pero allí acaban sus relaciones. Ni siquiera en el odio por el concepto de autor pasan por los mismos lugares. Es fácil olvidar que, si bien Bazin pensaba que el autor de la obra cinematográfica debía ser el director, él jamás habló de la teoría de autor. Manuel simplifica el tema, pero la tradición de Bazin es la crítica ontológica y es por las ideas de la corriente personalista que piensa que el autor debería ser el director.
Irónicamente, tampoco fue Truffaut, su discípulo, el creador de la teoría del autor. Bazin, y Truffaut con él, propusieron una Política de Autor para decir -en términos de hoy en día- que es más interesante ver la nueva película de un Dolan o de un Vigalondo que una de franquicia. Pero la idea (escandalosa) de que hay una Teoría de Autor es del estadounidense Andrew Sarris, que tampoco se planteó que lo tomaran tan en serio (y de tan mala manera) cuando la propuso en su Notes on Auteur Theory, maldiciéndonos por siempre con esa afectación innecesaria en gachupín.
Al final del día, Manuel celebra la valentía de ambos críticos por su voluntad de oponerse a ciertas ideas. Pero Bazin no se opuso a una teoría que no conoció, sino a una política a la que más que oponerse, matizó. Kael se opuso a todo, y su resentimiento lo llevó a todos los terrenos. Mientras que Bazin buscaba mantener una distancia y una neutralidad, Kael era abierta en golpear a sus oponentes y premiar a sus amigos. Bazin conocía bien el peligro del autoritarismo, y precisamente por eso buscó un cine donde la audiencia fuera quien interpretara la verdad objetiva que el director les presentaba. Kael, autoritaria a morir, hubiera vomitado sobre eso y demandado más violencia y pasión. Bazin escribió en contra de lo que no le parecía, aún viniera de amigos. Kael solo se oponía a sus enemigos. Bazin buscó rodearse de gente mejor para celebrar el cine. Kael buscó rodearse de gente que la halagase para ser parte de una camarilla que definiera el cine.
Yo, como Manuel, también celebro la valentía, pero la del amor por el cine, la audiencia y la crítica. Para Bazin, el crítico escribía para que el espectador viera más de la película. Cuando entrevistó a Welles sobre la lectura que hizo de una escena en The Magnificent Ambersons, ante los significados poderosos que Bazin vio en ella, Welles divertido tuvo que aceptar que “no porque el director no lo ponga significa que no esté en la película”. ¡Bazin era capaz de mostrarle su propia película a Orson Welles! Allí radica su genio crítico. Al final del día, Bazin escribió para que conociéramos mejor el cine y Kael para que la conociéramos a ella. Bazin por amor al cine y Kael por amor a ella. Sólo uno de ellos hizo al cine ser mejor.