“El mimo”, un cuento de la escritora Zindy Abreu Barón.*
Desnudo, te encuentras parado en medio de un túnel oscuro e interminable. De la bóveda se desprenden gruesos goterones que salpican tu cabeza. Con la mano limpias el líquido caliente que escurre por los rizos de tu cabello y olfateas las yemas de tus dedos pegajosos, es sangre. Los músculos de tu cuerpo tiemblan sin control. Unos chillidos hacen eco en las paredes de concreto. Tus pupilas se dilatan intentando distinguir las pequeñas sombras de ojillos chispeantes que corren atropelladamente hacia ti. Quieres escapar, pero tus pies resbalan y caes sobre una pila de esqueletos que crujen y se desbaratan con tu peso. El filo de los huesos se incrusta en brazos y piernas desgarrándote la piel. Un alarido escapa de tu garganta cuando miras a docenas de ratas subir por tu entrepierna.
Con un grito de dolor abres los ojos. La luz amarillenta del único foco en la habitación te pega de lleno en la cara. Respiras agitado. Te cubres hasta la cabeza con la sábana. Maldices la estúpida pesadilla que te desvela cada noche. El sudor de tu cuerpo adherido al plástico del colchón te obliga a levantarte. Alma se sienta a tu lado en la orilla de la cama, tus gritos la despertaron. Con la mirada clavada en el piso pateas dos envases de caguama que ruedan por el suelo tapizado de colillas de cigarro. Con tu puño golpeas el colchón, te cagas en Dios, dices. Tu compañera enrosca entre sus dedos tímidos los rizos húmedos que cubren tu frente, sacudes la cabeza; ella en silencio retira la mano, de un salto se levanta y con los labios apretados se desliza hacia el baño.
Desesperada por terminar mi novela corro para verte actuar, como cada tarde, en medio de la Plaza Grande. El brillo de tus ojos verdeazules resalta en tu cara maquillada de blanco con tres lágrimas negras en la mejilla derecha. Tu camiseta pegada a los músculos del abdomen atrae a delgadas, gordas, jóvenes, viejas; todas revolotean a tu alrededor como mariposas cautivadas por la luz neón. Con ágiles movimientos subes y bajas por escaleras imaginarias, inflas globos de colores que obsequias a los niños a cambio de sonrisas, los rizos en tu cabello saltan como resortes sobre tus hombros. Sonrío. Me miras de reojo y caminas como Chaplin hacia donde estoy parada entre la rueda de gente. Con una reverencia me ofreces una invisible y olorosa flor. Dos hoyuelos adornan mis mejillas sonrojadas. Con un pie detrás del otro, me inclino para recibirla. Tus ojos delinean en mi escote la hendidura entre mis pechos y las letras azules bordadas en mi uniforme: Alma May, Centro de Creación Literaria.
Aprietas con ambas manos tus sienes palpitantes. Con un gruñido te levantas de la cama, abres la ventana y enciendes un cigarro de marihuana entre tus dedos temblorosos. Aspiras profundo el humo que relaja tu ceño fruncido, no quieres problemas. Una tos violenta sacude tu delgado cuerpo. Paladeas el sabor acre en tu boca reseca. En silencio caminas hacia el baño, te inclinas sobre el lavabo y dejas que el agua fresca corra por tu garganta. Ella desliza las uñas por tu espalda bañada en sudor que de golpe enderezas, un escalofrío sube por los huesos de tu columna y te eriza la piel.
El sol se oculta detrás de las torres de la Catedral y espero hasta el final de la función. La música regional que se escucha por las bocinas instaladas frente a Palacio de Gobierno concierta un remix con la algarabía de los pájaros. Casi todo el gentío a tu alrededor deposita una moneda en tu boina roja que agradeces con un apretón de manos. Poco a poco la Plaza va quedando vacía. Sentada al borde de la fuente de aguas saltarinas observo por largo rato tus movimientos que registro en mi libreta. Bajo una banca jalas una mochila de lona verde y la acomodas a tu espalda. Prendes un cigarro contemplando al sol aspirar los rayos que se columpian en las hojas de los árboles. Nuestras miradas se entrelazan. Aplastas bajo tu bota lo que queda del cigarro y avanzas sonriendo a mi encuentro. El aire fresco de diciembre enrojece mis mejillas.
Contemplas en el espejo tu semblante demacrado que pocos han visto sin pintura. Cubres de blanco con tres lágrimas negras una repulsiva cicatriz, aún sanguinolenta, en tu mejilla derecha. Comes, viajas y duermes con el rostro pintado de mimo, sólo así te sientes seguro. Le das otra bocanada a tu churro de hierba. A través del humo, contemplas las profundas ojeras de tu inseparable compañera, las hebras de su cabello teñido de rojo caen desaliñadas sobre sus hombros. Te pierdes en la palidez de su rostro y su mirada fragmentada, como paño de cristal templado que se estrella dentro de tus ojos. Parpadeas. Tomas el jabón entre tus manos y con la espuma restriegas tu rostro.
Caminamos juntos por las calles adoquinadas del centro, mi cuerpo se estremece cuando envuelves mi cintura con tu brazo para cruzar a comprar un helado. Abrazados, subimos las escaleras de una casa antigua cerca del Parque de Santiago acondicionada como bar de luces fosforescentes. Casi todas las mesas están ocupadas, nos sentamos en la barra. Apago el zumbido insistente de mi celular que suena a las reprimendas de mis padres. Un grupo de rock se dispone a tocar, el retumbo de las percusiones y afinar de guitarras llena el ambiente. Los vasos rebosantes de cerveza chocan uno contra el otro, las risas, voces, el humo del cigarro y el calor de tu cuerpo rozando el mío embriagan mis sentidos. Acercas tus labios a mi oído y en tono suave me invitas a platicar, sin tanto ruido, a tu casa.
Abres los ojos. Un ratón asoma la cabeza chillando por la coladera del lavabo, le avientas el jabón y desaparece. Dejas correr el agua junto con tus pensamientos. Como rata durmiendo en las alcantarillas has sobrevivido desde los nueve años que escapaste de casa. Ya no lloras. A bofetadas secaron tus lágrimas, la misma noche que tu madre entró a la habitación en donde tu padre te sometía. Un haz de luz iluminó la grotesca escena. De un grito que estalló en las ventanas la corrió. Huiste para no matarlo igual como a la cobarde que te trajo a la vida, que agachó la cabeza y te abandonó en la más completa oscuridad. Tus ojos de niño envejecieron prendidos a la sombra de su falda que se deslizó bajo la puerta.
Mareados y divertidos salimos del antro. – Las diez de la noche – anuncia la voz en la radio del camión ruta tres al que nos subimos. El urbano recorre las calles hasta llegar a una colonia popular en las afueras del Periférico. Unos cuantos pasajeros cabecean arrullados por la música de la incondicional de Luis Miguel. Absorto, miras pasar las calles poco iluminadas y las albarradas de las casas recién ocupadas. En tu hombro recuesto mi cabeza. Volteas y ofrendas un beso cálido a mi frente. Suspiro.
El agua del lavabo chorrea sobre tus pies descalzos. De un salto atrás cierras la llave. El rugir de los camiones que llevan gente al trabajo te alerta. Apurado, sales del baño casi golpeando su hombro. Con el ceño fruncido, ella se aparta y llega antes que tú a la orilla de la cama. Metes los brazos en tu camisa, la planchas con las manos y checas en el celular la próxima hora de salida del ADO para Ciudad de México. Tu eterna acompañante suspira, siempre es lo mismo: esperar a que amanezca para largarse juntos lo más lejos posible.
El camión hace su última parada frente a un lote baldío. Algunas luces en los faroles de la calle parpadean, la mayoría apagadas a pedradas. Tomada de tu mano bajo tras de ti. El sonido del motor del camión alejándose rompe el silencio. El viento de la noche juega a trenzar mis cabellos rojos enmarañándolos. La cabeza me da vueltas. Sonrío. Caminamos hacia una casa de paredes mohosas que señalas en medio del monte, las ramas secas se quiebran bajo nuestros pasos. Volteas a ver hacia un lado y otro. Tropiezo con una piedra y de la cintura me levantas en tus brazos. Tus ojos gatunos destellan con el resplandor de la luna que se asoma por entre las nubes grises. Deslizo las manos alrededor de tu cuello, cierro los ojos, respiro tu aliento. A lo lejos, escucho aullar los perros.
Miras la hora en tu reloj. Jalas debajo de la cama tu mochila de manta verde, abres el cierre y tomas entre tus manos un frasco de plástico transparente. Giras la tapa y aspiras con deleite el olor a formol que impregna la habitación. Alma levanta la mirada al techo con la boca temblorosa y toma una bocanada de aire. Sonríes extasiado mientras contemplas tus trofeos, son pezones. Asqueada se escabulle fuera de la habitación sin abrir la puerta, sus lamentos hacen eco en las paredes del pasillo. Te cubres las orejas con las manos y, con la mochila al hombro, caminas apresurado hacia la puerta.
Con un beso asfixiante cubres mi boca, muerdes mis labios, mi cuello. Te suplico con la voz entrecortada que no me hieras, por favor, no quiero. Tus dedos se enredan entre mis cabellos tirándolos hacia atrás. Una oleada de dolor y miedo sube a campanadas por mi cerebro. Todo mi ser convulsiona al descubrir el averno en tus pupilas. Escupes mi rostro. Con los puños intento alejarte, pero de una bofetada callas mis gritos y dejas caer a tierra el peso de tu cuerpo sobre el mío. Jadeante, restriegas tu pene tieso contra mi pubis. Me sacudo frenética entre tus manos que atenazan mi cuello, intento inútilmente jalar aire. Mis uñas se clavan en tu rostro pintado de mimo haciendo surcos en tu mejilla derecha. Por un momento aflojas mi cuello, abro la boca para gritar y tu puño se estrella contra mis párpados.
Mi cuerpo flota en la espiral de un abismo; junto a globos de colores, lágrimas, la voz profunda de mis padres que gritan mi nombre, sueños, risas de niños y las hojas de papel en donde escribo tu historia.
*Este texto fue ganador del Concurso Nacional de Cuento de los Juegos Florales de la Universidad Autónoma de Yucatán en 2009.