El sello de un disco

En la más reciente entrega de sus crónicas melómanas, Óscar Muñoz narra el extraño caso de una sinfonola, como testigo de un reencuentro y de añejos recuerdos, así como del increíble hallazgo de un disco de vinil con un ominoso sello. Incluye playlist... ¡Súbele el volumen!

LAS CRÓNICAS MELÓMANAS DE ÓSCAR MUÑOZ

Aquel día, Celia me había invitado a comer en un restaurante que, según ella, me dejaría totalmente impresionado. Sabía que yo andaba por la Ciudad de México y que estaría sólo una semana antes de regresar a Mérida. Se enteró de mi breve estancia en la ciudad porque su hermana le había dicho que les visité a ella y a su encantador marido. Así que enseguida me llamó por teléfono para invitarme a comer en aquel lugar. Y entonces quedamos de acuerdo en vernos directamente en el restaurante, a eso de las 2 de la tarde.

Antes de llegar al restaurante La Rock-Ola, que así se llama, pasé a comprar un regalo para Celia, a quien le encantaban las mascadas. Siempre le habían gustado esas prendas, no sé por qué. Incluso alguna vez pensé que podían ahorcarla alguna vez con su propia pañoleta. En fin, cada quien sus gustos y sus riesgos. Una vez que me percaté de la hora, que estaba a punto de alcanzarme en el camino, me di prisa por llegar a la cita. Por fortuna ella aún no llegaba y me tocó esperarla algo así como cinco minutos.

El restaurante era tal como Celia me había advertido: un sitio sensacional. Todo el lugar estaba ambientado con la época de los años sesenta y setenta. Las mesas y las sillas tenían el mismo estilo de una fuente de sodas de aquellos tiempos. También había una rockola extraordinaria, por lo que entendí perfectamente la razón del nombre del restaurante. La sinfonola tenía discos de 45 rpm de una sola canción por lado, y todos de la época sesentera y setentera. Y para hacerla funcionar, uno podía solicitar en la caja del restaurante monedas para elegir las canciones y disfrutarlas.

Tan pronto llegó Celia al lugar, pedimos algo de beber: ella, un Lambrusco frío, y yo, una cerveza helada. Mientras disfrutábamos de la cerveza y el vino espumoso, escuchamos algo de música de aquellos años, en especial cuando tuvimos un noviazgo fugaz. Durante la comida, rememoramos aquellos tiempos con las canciones de la rockola, algunas del gusto de Celia y otras de mi preferencia personal. En tanto que ella disfrutaba Matándome suavemente con su canción, de Roberta Flack, o Tren de medianoche a Georgia, de Gladys Knight, yo gocé Frankenstein, de Edgar Winter, y Angie, de los Rolling Stones. No hubo duda de que disfrutamos un doble placer: la comida deliciosa, acompañada de cerveza y vino, y las piezas musicales que nos transportaron en el tiempo.

En la sobremesa nos extendimos con la plática y los recuerdos, siempre con el ambiente musical de antaño. Nos acordamos de los amigos, de la familia y de nuestro idilio breve aunque intenso. Pero no lamentamos haber terminado la relación; por el contrario, nos sentimos agraciados por haber tenido aquella oportunidad de estar juntos. Creímos que no éramos exactamente el uno para el otro, aunque disfrutamos la convivencia que tuvimos en esa temporada.

Cuando salimos de La Rock-Ola, acompañé a Celia a su casa. Y cuando llegamos, me invitó a pasar un momento porque ella también tenía un regalo para mí. Mientras ella fue a buscar algo a su recámara, yo me quedé esperándola en la sala lleno de entusiasmo por el obsequio anunciado. Era el disco doble de los Beatles, el azul, que incluía una selección de las mejores piezas del periodo comprendido entre 1967 y 1971, una verdadera joya antológica del grupo inglés. Alguna vez tuve ese disco, el cual perdí no sé dónde. Así que el obsequio me lleno de emoción por tenerlo de vuelta en mis manos, lo que le agradecí infinitamente.

Después de revisarlo por fuera, sin sacar los discos de su funda, noté que ella lo había usado muchas veces: la doble portada estaba pegada con cinta adhesiva para evitar que siguiera abriéndose y tenía hasta manchas de café. Aunque ello no me importó nada. Se trataba, no sólo del disco, sino también de la historia incluida. Entonces, tomé el disco y me despedí de Celia: le agradecí la comida deliciosa, el ambiente del restaurante y, por supuesto, su obsequio.

Cuando llegué a casa, enseguida fui a la tornamesa para volver a escuchar el disco azul y rememorar aquella época en que lo disfruté una enormidad. Así que saqué el disco 1 de la funda doble pero, antes de colocarlo en el plato de la tornamesa, alcancé a ver encima de la etiqueta una especie de sello. Aquel detalle me llamó la atención y llevé el disco debajo de la lámpara de la habitación para observar con minuciosidad aquella marca apenas visible. Cuál sería mi sorpresa que, luego de ver que se trataba del sello que yo acostumbraba poner a todos mis discos por si alguien se lo llevaba, ya fuera por accidente o con toda la intención de robarlo, el vinilo casi se me cae de las manos por mi asombro.

Luego de reponerme de mi estupor, pensé que pudo ocurrir que alguna vez habría llevado el disco a casa de Celia y lo habría olvidado sin darme cuenta. Y ella, sin percatarse del sello de la etiqueta, lo usó sin saber bien a bien a quién pertenecía y cómo llegó hasta su casa. Pensé en hablarle por teléfono para contarle lo ocurrido con el disco, pero supuse que lo mejor sería dejar que se quedara con la idea de que me había hecho un gran regalo. A disco devuelto no se le ven los sellos.

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