“Chocolate a la española”, un cuento de Carlos G. Camuzzo

En su relato, Carlos Gómez Camuzzo narra la azarosa vida de Verónica, mulata y jinetera cubana, que busca salir de la isla no en pos del "American Dream", sino de una mejor vida en Europa. ¿Se la montará bien guay en la madre patria...? ¡No dejes de leer este cuento!

El lobo pierde el pelo, pero no las mañas. Refrán popular

 

Soy jinetera, alguien nos bautizó así porque “montamos” turistas. Tengo buen cuerpo y una amiga que gana mucha plata y viste que da envidia me convenció de que obtendría dinero suficiente para una vida mejor. Las cosas andan muy jodidas en mi tierra; un maletero de hotel o un barman ganan más que un ingeniero. Es verdad que la universidad es gratuita, pero coño, estudié arquitectura y en el departamento donde trabajaba me ordenaban realizar planos para vaquerías y cochiqueras, ni un jodido edificio bonito o un centro comercial; del salario ni hablar,

Al principio no fue fácil; sentía mucho asco con ciertos hombres o por el contrario me involucraba sentimentalmente con otros. Tuve una hija de un cliente ruso; él no usó preservativo y yo estaba borracha, a mí el Smirnoff me aloca. La nombré Vania, el tipo tenía unos ojos azules hermosos y ella los heredó. Somos las prostitutas más baratas del mundo, la moneda nacional está devaluada y veinte o treinta dólares por cliente me permitía sobrevivir a la miseria que padece el resto de la gente. Aquí existen tres tipos de mujeres dedicadas al viejo oficio: las del gobierno, las clandestinas vinculadas al turismo, como yo, y las que cogen hasta por un plato de comida.

El gobierno tiene moteles para inversionistas extranjeros y les ofrece sexoservidoras con precios elevadísimos, son parte del sistema. Parece un chiste, pero nuestras leyes prohíben la prostitución. A mí me iba bien a pesar de las extorsiones de las autoridades, pero cuando te va bien quieres que te vaya mejor: es una condición humana. Por eso cuando un empresario español sesentón me rentó por toda una semana en un lujoso hotel de Varadero y pidió casarse conmigo para que me fuera a vivir con él a España, me sentí toda una dama. Además, el gachupín me contó cosas hermosas de su país y de lo bien que estaríamos.

Durante el viaje me habló mucho de Madrid, pero sólo estuvimos minutos en el aeropuerto de Barajas. En realidad, me llevó a una provincia en casa del carajo a quinientos kilómetros de la capital. Allí el viejo cabrón cambió repentinamente como si se tratara de otro tipo. ¡Joder, Verónica! Hice muchos gastos para traerte, sin contar la estancia en tu país y los regalos a tu madre y a tu hija, soy un hombre de negocios y lo sabes. Al principio pensé que se trataba de una broma, tan comemierda yo.

Veintidós años y la desesperación por salir de una isla que se rompe a pedazos me hicieron víctima de una red de tráfico humano, por supuesto más sofisticada y perversa que la iniciada por el viejo continente hace siglos en las costas de África, sufrida cuna de mis ancestros, qué ironía. A la hermosa y decadente Europa fue esta ingenua cubana con sus ojos y su alma deslumbrados por el sueño de una vida mejor. Sebastián, Don Sebo, como le decían a sus espaldas los empleados, quizá por la grasa amarillenta con que manchaba sus camisas, me colocó de bailarina en una de sus discotecas, mientras en las mañanas debía fregar la losa y barrer el piso. La boda y el romance en Varadero fueron una farsa.

Mi salario se evaporaba pagando las “deudas” del viejo: comida, renta y una mísera remesa para mamá y la niña. Mis compañeras me preguntaban por qué no me regresaba a mi país. Tuve que explicarles qué es una libreta de abastecimientos, un “camello” como transporte, el salario mínimo, el estado en que se encontraba mi casa en la Habana Vieja y otra serie de calamidades que hacían que cada año decenas de paisanos se ahogaran en el Estrecho de la Florida tratando de llegar al Sueño Americano, otra pesadilla antillana.

Valeriano Weyler, Marqués de Tenerife y Capitán General de la isla de Cuba, estableció la llamada Reconcentración a fines del siglo XIX. Su objetivo, aislar de abastecimientos a los rebeldes. Mis antepasados, de origen campesino, fueron sobrevivientes entre cerca de un millón de muertos por desnutrición, similar a lo hecho por Hitler años después. Una noche, borracho hasta el colmo, el Sebo se jactó ante mí de ser descendiente de los Weyler. ¡Ay, carajo! Juré por Oshún que, a pesar de los más de cien años transcurridos, esta jinetera afrocubana iba a cobrarle al hijo de la madre patria el presumirme tan sanguinaria estirpe.

El chef del restaurant era un joven huérfano llamado Marcel, nieto de un guerrillero Maquís casado con una francesa durante la Guerra Civil Española. El muchacho me había echado el ojo desde que llegué, y aunque no era descendiente de Napoleón, su sangre francesa me ayudaría para tomar la justicia entre mis manos, o más bien entre mis piernas, y comenzamos un intenso ajetreo sexual en la propia cocina del Sebo. El chaval sacó la casta de la abuela e hizo llevadero mi tormento. Temprano en la mañana, antes de iniciar mi faena de limpieza, caía por la cocina y Marcel, carabina en ristre como su abuelo Maquís, me regalaba lo mejor de sí. Después de cada orgasmo cantábamos La Marsellesa.

El día más jodido de toda mi aventura española se dio dos años después, cuando un cliente reclamó el haber encontrado un pendejo en la sopa. Sebastián conocía mi hermosa selva tropical y mi negativa a rasurarla, así que cuando vio el mencionado pelo supo que era mío, no había otra pendejera igual en kilómetros a la redonda.  Después de darle mil disculpas al cliente y ofrecerle una comida gratis, me llamó a su oficina donde me abofeteó cuanto quiso y me despidió del negocio. Después de todo ya había recuperado su inversión y un generoso plus gracias a mis nalgas.

Cuando no tienes cojones para tomar una decisión que te saque del agujero negro en que te encuentras, la propia vida se encarga de brindarte la solución, por dura que parezca. Pensé en morir; sin techo ni alimentos, sin amigos ni familiares. Mi único recurso era hablarle a Marcel y contarle lo ocurrido. Por suerte, Sebo no sospechó que el origen del pendejo en la sopa se debió a nuestras apasionadas refriegas en la cocina, de haberlo sabido también hubiera despedido a su fogoso chef.

Mi relación con Marcel era puramente sexual; no obstante, me brindó su apoyo. Un espacio en la habitación que rentaba en un hostal cercano me salvó de la intemperie. ¡Del lobo un pelo, madeimoselle!, me dijo el francesito y casi me meo de la risa. El paraíso no existe, al menos en la tierra, lo sabes cuando arrancas ilusionada y hambrienta de tu país; hay que meter fuerte el hombro y a veces no basta. Estuve tres meses buscando empleo infructuosamente. Marcel no se quejaba, pero no quería abusar de su hospitalidad, así que esta mulata jinetera engrasó nuevamente sus arreos. La cabra tira al monte, diría Sebo; al carajo con él.

Pedí dinero, me hice de ropas elegantes, buenos perfumes, maquillajes y regresé al ancestral oficio. Marcel conocía muchos prostíbulos de la zona y me conectó con uno de ellos. No tuve que esforzarme demasiado, soy buena en lo que hago y en pocos meses pagué mis deudas y renté una habitación. Envío dinero a mi familia y he ido dos veces de visita a mi tierra. Piensan que soy empresaria. Hablo con la zeta y llevo maletas de ropa para vender allá. Quizá pronto pueda sacar a mi hija y a mi madre.

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