“En esta puta ciudad/Todo incendia y se va/Matan a pobres corazones/En esta sucia ciudad/No hay que seguir ni parar/Ciudad de locos corazones”. Fito Páez
Cuando se anunció el programa de “Mérida: Capital Americana de la Cultura 2017” me hice una firme promesa la cual he mantenido durante todo el año y que no pretendo romper a continuación: no hablar de lo inútil del título pues éste solamente sirve para que un gobierno municipal aparente que se preocupa efímeramente por las artes, y no se trata de un instrumento que, por lo menos en el caso de Mérida, genere políticas públicas que creen en la población un genuino interés por la apreciación de las más diversas manifestaciones artísticas lo que inevitablemente produce una mejora en su calidad de vida.
Dije que no iba a hablar de la experiencia vivida hace diecisiete años cuando se consiguió (¿o se compró?) el título y cómo ello no significó un despertar artístico y cultural que pusiera a Mérida entre las principales ciudades culturales del continente (La Habana, Nueva York, México, Buenos Aires, etc) y que tampoco hizo de su población en general una población mucho más culta. Que en este 2017 el nombramiento y las actividades que se han programado para celebrarlo han tenido muy poca o nula repercusión en medios nacionales e internacionales, y que carece de una importancia real en términos de políticas públicas internacionales (algo muy diferente a cualquier título avalado por la UNESCO como el de ciudades patrimonio, por poner un muestra) destinadas al cuidado, a la preservación y a la difusión del patrimonio cultural de una ciudad.
Pero tal y como lo prometí, no hablaré de eso, porque desde que se anunció el cartel de eventos se incluyó a uno de mis ídolos de toda la vida: Fito Páez. Por primera vez en todos los años que tengo en este asunto de los medios de comunicación renuncié a ejercer la crítica rendido ante mi propia condición de irremediable seguidor de la carrera del rosarino. Y, como no sucedía desde hace mucho tiempo, conté cada uno de los días del calendario para la fecha marcada en la que iba a asistir a un concierto de Páez. Esa fecha llegó y puedo decir sin temor a equivocarme que ha sido una de las fechas que le ha dado más alegría a mi corazón.
Llegué al Parque de las Américas dos horas antes de la hora programada para el inicio del concierto. El lugar estaba semivacío y fue muy sencillo ingresar hasta donde estaban ubicadas las primeras filas del escenario. Días antes había entrado a la flamante página de Facebook de Capital Americana de la Cultura y había leído que no habrían lugares apartados, ni de esos que se conocen como “VIP”, por lo que me alegré pues probablemente iba a ocupar un sitio en la primera fila, justo abajo del escenario, pero no pude hacerlo: como en todo evento organizado por entes públicos sí hubo espacios destinados a cierto grupo de personas. Los chicos que estaban ahí para ayudar a la gente me explicaron que los asientos estaban reservados para “invitados del artista”. Esos “invitados” fueron algunos funcionarios de instancias culturales (como Daniel Rivas Urcelay, titular de la unidad de cultura de la UADY) y, en dos filas de sillas, familiares y amigos de los miembros del comité organizador con el título de capital americana.
Incluso fue curioso ver cómo justo antes de que iniciara el evento, algunos de los encargados de la seguridad trasladaron butacas de otra zona para que fueran ocupadas por personas de las áreas reservadas, quienes además de todo pudieron introducir al evento bebidas y alimentos, a pesar de la prohibición que se había emitido previamente a través de las redes sociales del comité organizador. Sin embargo, logré ocupar un lugar con buena visibilidad y situado en un punto en el que iba a escuchar perfectamente el concierto. No sucedería lo mismo con muchos de los que llegaron después, que verían solo una parte del escenario por la extraña disposición que este tuvo por parte de los organizadores.
Un concierto tiene muchos rostros, muchos aspectos que deben abordarse en una crónica. Me permito una licencia y hacer algo que raramente hago en un escrito de esta naturaleza: hablar de mi propia experiencia. Les pido de antemano una disculpa y espero puedan entender que antes de ser un intento de cronista soy un enamorado de la música de Fito Páez. No puedo despojarme de tal vestimenta; por lo tanto, lo que van a leer a continuación quizá poco tenga que ver con el punto de vista de alguien a quien le encargan redactar una nota o un artículo periodístico sino que en realidad tiene que ver con la emoción de finalmente -después de tantos años de crecer con su música, después de comprar tantos de sus discos, después de tanto cantar sus canciones y de incorporarlas a la banda sonora de mi vida- tener la gigantesca oportunidad de poder verle y escucharle en directo, Creo que eso es algo que aún no termino de comprender del todo. Mi corazón, al momento de sentarme a escribir, aún se encuentra envuelto por los sentimientos más hermosos que la música puede crear, así que supongo que voy a fracasar como cronista pero les invito a ser parte de este dulce fracaso.
Y es dulce porque desde el momento en el que las luces se apagaron y en escenario comenzaron a sonar los primeros acordes de “El amor después del amor”, supe que las siguientes dos horas iban a ser de las más dulces de mi vida. Porque Fito emana ante todo dulzura, se ha convertido en el viejo experimentado que con gracia y nobleza, nos cuenta la historia de dos continentes a través de su música, pero todo envuelto en un hálito afable, gentil, gracioso y divertido. Y eso que estamos ante un Fito que, por lo menos durante esta gira, ha retomado su esencia más rockera, aquella de discos como Ciudad de Pobres Corazones. Eso fue evidente en muchas de las interpretaciones de esa noche como “La ciudad liberada” o la propia “Ciudad de pobres corazones”, en las que Páez y su banda llenaron el aire de poderosos riffs y largos solos de una guitarra eléctrica, misma que marcó el ritmo de una noche que se fue insertando profundamente en esas neuronas encargadas de vigilar que los grandes recuerdos no se pierdan en el tiempo.
Fito es un maestro del escenario. Un personaje que no necesita grandes aspavientos, ni poses exageradas para adueñarse completamente del momento y hacer que el público se entregue por completo. La catarsis es pura e inevitable cuando “11 y 6” es interpretada, es maravillosamente feliz con “Aleluya al sol”, tierna con “Margarita”, romántica con “Un vestido y un amor”, nostálgica con “Brillante sobre el mic” y feliz con esa “Mariposa technicolor” cuyo aleteo sonoro sigue provocando esa felicidad transparente y honesta al proyectarse musicalmente, irrumpiendo en un Parque de las Américas que probablemente nunca había sido mudo testigo de cómo la alegría envolvió a todos los que ahí estábamos. Fito logra hacernos completamente felices, Fito hace que la vida ruede en compañía de una banda sobria pero llena de talento, que interactúa poco con el rosarino pero que lo hace en los momentos justos. Él también permite que la banda brille por si sola en varios puntos del concierto, lo que hace que el público pueda reconocer la gran calidad de los músicos que acompañan a la leyenda argentina.
Un ejército de luces de celulares se apodera de la noche. Fito le ha pedido a todos que los enciendan. Miro hacia atrás y lo que puedo observar es un cúmulo de diminutas estrellas digitales levantadas hacía el firmamento para fundirse con los astros que envuelven la calurosa noche del invierno meridano. Es uno de los mejores momentos del concierto, después del mismo ya no habrá tregua y la buena música ha salido de nueva cuenta triunfante. Fito canta “Dar es dar” y la canción adquiere un significado nuevo porque él nos ha dado a muchos una noche que habíamos esperado toda la vida, y creo que nosotros le hemos dado también cientos de gritos y de aplausos de un genuino agradecimiento por haber estado ahí con la canción justa para esos momentos propios de la existencia en los que uno tiene que recurrir a la música para entenderlos mejor.
Porque en esa noche finalmente nos hemos dado todo, público y artista entregados plenamente. Creo que mucho de lo vivido ha sido también producto de que el concierto meridano es el último que el argentino y su banda brindaron en el año, felices de llegar al final de una extensa gira. Tal vez por eso han sido como los boxeadores que alcanzan el último asalto del combate para entregarlo todo y creo también que el público, sin proponérselo, también lo ha entendido así y terminó con las gargantas, los brazos y las piernas agotados de tanto cantar y bailar.
Al final, Fito dirige un gigantesco coro que canta “Y dale alegría a mi corazón”. Todos cantamos al unísono porque esa sagrada alegría nos ha sido dada por uno de los más grandes músicos del continente, que ha tenido a bien detenerse por primera vez en este rincón del sureste mexicano para brindarnos su arte. Fito ha logrado que por un par de horas todos los presentes nos diéramos cuenta de que estábamos vivos de verdad. Muchos nos desgarramos la garganta pidiendo ese himno a la pura vida llamado “Al lado del camino” para redondear la travesía por la que habíamos esperado por más de un puñado de años. Pero Fito ha decidido dejar el himno para otra ocasión.
Quiero pensar que lo hace como una promesa, la de volver algún día sobre ese camino que un día le llevó hasta el sureste de México y sentir la felicidad de sentarse al piano, todo para que juntos recordemos al chico que jugaba a la pelota mientras el mundo tal vez se caía a pedazos a nuestro alrededor mientras nos dábamos el lujo de ignorarlo, porque un músico argentino había puesto las canciones en nuestro walkman, las canciones que nos llevarían a otro lado, a ese que se encuentra precisamente al lado del camino, a ese que es mucho más entretenido y más barato y en el que las espinas que rodean al prometido jardín de rosas desaparecen cuando el piano de Páez las despedaza con sus poderosas notas.
La noche termina y el agradecimiento es enorme. Gracias, Fito, gracias por un concierto memorable del que voy a hablar durante lo que me quede de vida. Supongo que no seré el único. Alguna vez hiciste un llamado a rescatar un siglo que agonizaba en el hospital. Y no, Fito, no nos verás nunca arrodillados porque si algo ha logrado tu música es despertar a nuestra conciencia que más de una ocasión se ha intentado quedar dormida en una puta ciudad en donde matan todos los pobres corazones.
Te vamos a esperar siempre al lado del camino; a tu regreso acudiremos de nuevo al llamado porque sabemos que el banquete está listo y estará lleno de grandes canciones, de una música que sigue trascendiendo porque simplemente no existe nadie que pueda detener la vibración que provoca en un corazón, en muchos corazones a los que les has proporcionado alegría al menos el domingo 17 de diciembre, en una noche en el que la vida se ha proyectado como una linda, hermosa y multicolor mariposa musical, maravillosa por que viniste justo a ofrecernos tu corazón.