Grieg y Dvořák ganan ovaciones en noche triunfal de la OSY

"La gente, puesta en pie, demostraba su aprobación. Vítores y bravos fueron entregados, con la satisfacción del director, que compartía el aplauso con su equipo, sección a sección, en una noche que tardó muy poco en diluirse y que llevaba el aprecio del sincero público". Felipe de J. Cervera

El diez de febrero de dos mil veintitrés, una disposición feliz de ritmos y añoranzas fue el hilo conductor en las obras del tercer programa de la Sinfónica de Yucatán – en su temporada treinta y nueve – por una injusta única ocasión en el Palacio de la Música. El repertorio quedó armado de la imaginación de Grieg y de Dvořák, con la “Suite Holberg” y la muy celebrada “Sinfonía del Nuevo Mundo”, respectivamente. Tratándose de obras ilustres en el catálogo clásico, el público precavido aseguró su butaca, condenando a un número indeterminado a quedarse en el limbo que ofrece el internet. En la sala, ya no cabía nadie más. Considerando la constante labor que la orquesta ejerce en sociedad, no sorprende que deje de ser suficiente para todos, lo que lleva a pensar que programas como el de esta ocasión tendría – ojalá – qué ofrecerse en más presentaciones.

Al abrir, la sinfónica se implantaba orquesta de cámara frente a su batuta oficial, desabastecida de alientos y de percusiones. Tal reducción seguía los propósitos de Grieg para su obra neoclásica. La suite etiquetada como “del tiempo antiguo”, está dedicada a Holberg, contemporáneo de Bach, cuya obra literaria es pilar en la dramaturgia danesa y de gran valor en el campo de la Historia. Semejantes en intención, “Aires y danzas antiguas” de Respighi, también es ejemplo de tendencia al neoclásico con tal de filtrar, bajo influencias del Romántico, aquel legado envejecido merecedor de volverse a escuchar.

Así, nutriéndola del Barroco, propiamente de danzas que florecieron en ese tiempo, Grieg crea densos compendios emocionales. Cada frase es profunda y se adivina como parte de su propia naturaleza. Halla equilibrio entre el ensueño y la energía puntualmente desbocada. Hecha para los arcos, las partes se sucedieron con intensidad y belleza, destacándose el vigor de los chelos y contrabajos – a veces demasiado – desde el Preludio, pero moderándose en la Sarabanda, en congruencia con su tempo Andante. Las cuerdas tejían la Gavota, de la que se desprende una museta, rellenas de gracia hasta disolverse en el cuarto episodio – Aire – refrendo de religiosidad en el testamento de Bach. El virtuosismo, a manos del concertino Christopher Lee, es obligado en el Rigodón final. Aunque esta danza descendiera de Francia, su jiga le aproxima al folclor de Escocia. La partitura, como fue interpretada, cumplía la mitad de las promesas con lujo de ovaciones.

Y, detrás bambalinas, aparecieron los ausentes. Las familias reunidas entonces se congregaron para dar vida a esa obra de Dvořák que, desde el Nuevo Mundo, escribiera como cartas de nostalgia por su patria. A la distancia, estaba en el momento idóneo para hablar de ella, para extrañarla y describirla, trasplantado dos años por contrato en Nueva York, al cierre del siglo XIX.

El compositor no pondera dificultades técnicas, centrado como está en el resultado final. Sus bocetos, dentro de poco, necesariamente llegarán a su definición. Dvořák también moldea danzas en sus cuatro movimientos. Son – o pueden ser – reminiscencias de su tierra o de su propia creatividad, que nunca halló descanso ni terminación. Llegando la hora de disfrutarla, tales tecnicismos hicieron lo posible por mermar las frases de presentación; pudo más la suma de fuerzas. Trasponiendo el rumor inicial, se daba paso al estruendo que derretía y que, sin avisar, lisaba en liviandad.

Homérica, avanzaba la interpretación. Precisos los acentos, voces turnándose el matiz; murmullos de chelos y violas contradiciendo al violín; elocuencia o gran elocuencia en los crescendos; todo al pie de la letra. La gracia mutó en acordes y melodías checas que significaban ese universo más allá de mares y tierras, evocado con nitidez. El apartado cruce de caminos –la cuna del genio– entre montañas de la Bohemia central, era una ostra que produjo perlas: el paso de mercaderes, las charlas y cantos en lenguas lejanas, las danzas festivas, los olores del campo y tantas cosas observadas en derredor suyo –filtradas por su inteligencia– tuvieron un sitio en sus pautados.

Al final daría su propia idealización, la de su vida interior. Dvořák pareciera recordar; pero era que a sí mismo buscaba representarse, desde un ángulo más nuevo. Soy yo, desde el Nuevo Mundo, es el resultado. Sus puntos y sus comas, comprendidos metódicamente, eran trazados al aire por la batuta, plena de recursos y de combinaciones, donde flauta y oboe matizaban en tornasol, hasta que el clarinete lograba fusionarse. El compositor da a entender para qué es una sinfónica según sus estatutos.

Cada movimiento fue disfrutado con el respetuoso silencio que merece. Uno de los grandes logros fue sin duda, el apego a tempos propicios, siguiendo el tamaño del conjunto. Lento ni apresurado, la versión “del Nuevo Mundo” cristalizó el mensaje de un genio que jamás llegó a sus límites. La gente, puesta en pie, demostraba su aprobación. Vítores y bravos fueron entregados, con la satisfacción del director, que compartía el aplauso con su equipo, sección a sección, en una noche que tardó muy poco en diluirse y que llevaba el aprecio del sincero público. ¡Bravo!

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