El día que la literatura hizo Crack
A Constanza Padilla
De sonrisa abundante, sonrisa eterna, sonrisa perpetua. El hombre de la sangre liviana y la literatura pesada. Uno de los integrantes más relevantes de la llamada Generación del Crack, aquel movimiento literario que rompía con el post-boom latinoamericano de quimeras intelectuales y mariposas cursis. Una escuela integrada además de él por Jorge Volpi, Eloy Urroz, Padro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda y Vicente Herrasti. Ese hombre, esa autoridad sonriente, esa potencia literaria, ese ganador de todos los premios posibles, el amigo, el hijo, el padre, el hermano, el escritor, nos ha dejado, se ha marchado al lugar de sus majestades.
Porque desde hace tiempo Ignacio Padilla había sido el solitario responsable de un reino que sería abandonado por sus amos, por sus lectores. Exiliado del tiempo y del espacio, en donde sólo le acompañaba y consolaba su bufón, la literatura, la única capaz de comprender la tragedia de su vida y de seguir con él hasta el fin del mundo. Y fui así que el Apocalipsis alcanzó al lenguaje, el Apocalipsis personal alcanzó a Nacho Padilla, y no existe Santo Grial alguno que pueda revertir las cosas. Nacho nos ha dejado y con él toda palabra, toda la retórica, toda la sonrisa tierna.
En el punto número siete del Manifiesto Crack podía leerse lo siguiente: “Propuesta estética: grotesco. Caricaturización. Realidad dislocada”. Eso era lo que siempre me interesó del movimiento, este aparatado, el punto número siete que me instruyó literariamente. El siete, con el que aprendí de lo antiestético y lo descarnado, de la sátira y la separación de la realidad. Eso es prácticamente todo lo que yo escribo ahora, lo que rasgueo y de lo que vivo, de lo que Mixar López come todos los días.
Por eso es tan importante para mí el Crack, por eso es tan importante para mí Ignacio Padilla, por eso se han convertido en verdaderas biblias para mí La catedral de los ahogados (Serie, 1995), Si volviesen sus majestades (Nueva Imagen, 1996), La gruta del toscano (Alfaguara, 2006), El año de los gatos amurallados (1994), Imposibilidad de los cuervos (Tres bosquejos del mal) (Siglo XXI, 1994), El androide y las quimeras (Micropedia II) (Páginas de Espuma, 2008) y esas obras infantiles que le he leído a mis hijos en las noches más arduas y difíciles: Todos los osos son zurdos (FCE, 2010) y Las tormentas del mar embotellado (Artemisa-Planeta, 1997), aquel librito que hablaba de esa extraña botella que contenía un mar en su interior, un mar con sus propias corrientes y tormentas, un mar y una isla: la isla de Cerca. Un pedacito de tierra en donde mis hijos aún viven de noche.
Ignacio Padilla formó una lectura completamente docta, la de la asimilación. Una lectura comparativa que hacía temblar al más grande de los eruditos. Los viejos escritores lo reconocían, lo admiraban. Sobre sus lectores Nacho dijo alguna vez que tendrían que ser esforzados, lectores que no esperaran encontrar respuestas sino que se hicieran muchas preguntas y participaran tanto en la novela que les quedara en su memoria. “Quiero un lector que se tome la molestia de leer novelas. Quizá por eso alcanzaré pocos lectores, más sé que algunos de ellos serán muy buenos”. No sé si fui ese tipo de lector para él, no me atrevo a reconocerlo siquiera, pero estoy aprendiéndolo a hacerlo, quiero lograrlo. Estoy aprendiendo tu objetividad, tu mirada critica, tu comparativa y esa maldad que guardabas en lo más profundo de tu corazón y que sólo la usabas ahí, en tu literatura, y en tu lenguaje se quedaba, y nada más. Yo necesito eso, dejar a la maldad entre páginas y volver a sonreírle al mundo.
Tronaba esa mañana en Zacatecas. Tronaba escandalosamente. La lluvia menguaba sobre La Bufa, sobre la Ciudadela del Arte, donde se congregaban los talleristas del taller zacatecano comandados por Martín Solares. Talentosos escritores como Juan Gerardo Aguilar, Darío Zalapa y Rodrigo Pámanes, quienes discutían exhortados por el temporal y la crítica rapaz. La sesión estaba al mando de David Miklos, a quien se le veía nervioso, tecleaba rápidamente en su smartphone, telefoneaba desde su lugar dejando al lado la sesión tallerística, algo raro en una persona que da su vida por las letras y la crítica. Miklos tecleaba, leía inverosímilmente los mensajes en su teléfono, salía del salón con prisas, salía y entraba de la sala Hermanos de Santiago ante la mirada atónita de Martín Solares, quien permanecía impávido en su silla. Miklos regresaría sólo para llevarse consigo a Solares, retornarían quince minutos después para darles la terrible noticia a los talleristas: su amigo Ignacio Padilla había muerto.
Afonía en la sala. Nadie hablaba, la cara de todos permanecía perpleja, se daba una pausa en la sesión. Se interrumpía frente a las lágrimas de solares y otros tantos. Lo amigos de Ignacio Padilla no pueden creerlo, había gotas inagotables en los ojos de Joserra Ortiz y de Alfredo Padilla, compañeros cercanos al autor de El daño no es de ayer (Norma, 2011). Salían abatidos del edificio, simplemente no lo podían creer, no lo daban por hecho. Estaban perplejos. Tenían resaca y un vació muy hondo en el pecho. Alfredo Padilla, Rodrigo Pámanes y Joserra Ortiz decidieron calmar sus impulsos melancólicos en un Sanborns. Se sentaban a comer un caldo espeso, se sentaban a recordarlo, sentían ese placer por la dolencia, igual que Nacho. Pensaban en el solitario del castillo que escribió mucho. Pensaban en él mientras sorbían pausadamente de su cocido, su mismo caldo de lágrimas.
Por la noche una ingenua Ely Guerra les cantaría a los mismos talleristas en la plazuela Miguel Auza. Los escritores bebían cerveza, estaban desconsolados, encontrarían en Ely un timón para llagar a la tristeza: “Te regalo la sal de mis historias / Te comparto mi fuerza y mi debilidad / Te muestro el cielo al que también llamamos gloria / Te regalo mi voz, mi libertad”.
Ese día los integrantes del taller literario más importante de México decidieron continuar con la sesión. Con ese temple y ese profesionalismo que caracteriza a los escritores. Los jóvenes narradores rindieron así un tributo a Ignacio Padilla, trabajando, escribiendo, haciendo crítica literaria con lucidez, con estoicismo, el día en que la literatura mexicana haría crack. Ignacio Padilla había dicho días antes que tenía muchas más ideas que tiempo y vida para escribirlas. A nosotros nos resta ser el tipo de lectores que él deseaba. Desde nuestro interior, el del lector anticipado de tus obras, se escucha el mar. En nuestra playa estará siempre el sonido del mar para ti, como dice Ely: “romperán las olas del mar”, volverán a hacer ¡crack…!