El eterno fugitivo de la palabra: In memoriam, Paul Auster

"Más allá de las críticas que recibió en vida por ser un escritor sobrio y sin demasiadas pretensiones estilísticas, incluso abusando del recurso de la autoficción, el mejor legado que se le puede achacar a Paul Auster es el del oficio". Mario Lope escribe sobre el narrador norteamericano.

Para Paul Auster el realismo pecaba de predecible. Cargaba en contra de aquellos que afirmaban que la ficción no debía abusar de la imaginación. Pero sin imaginación, entonces, ¿hay ficción o solamente una mala fotocopia de la realidad?

El propósito de la literatura austeriana era puramente filosófico. ¿Y si actuáramos de otra forma en un determinado momento de nuestras vidas? Siempre se le criticó por el abuso de lo inverosímil, de lo improbable; tanto, que, según sus detractores, hacía ver sus obras como constructos simplistas y sin óptica literaria: un tropo chato, corto. Comparado con Murakami, Auster caía en la tentación de hacer lo que todo escritor nunca debe hacer: explicar su obra.

“Todo lo que parece improbable se considera necesariamente forzado, artificial, ‘irrealista’. No sé en qué realidad ha vivido esa gente. Están tan inmersos en las convenciones de la denominada ‘literatura realista’ que su sentido de la realidad se ha distorsionado. Supongo que mi propósito es escribir una ficción tan extraña como el mundo en que vivimos”. (Paul Auster, Ensayos completos, Ed. Seix Barral / Planeta).

Sin embargo, su obra está llena de guiños hacia el oficio literario. Los trazos sobre el lienzo, o las síncopas sobre el pentagrama, evocan a un hombre que se ponía el overol para trabajar en lo que aún nadie puede explicar: las fuerzas que mueven nuestra naturaleza humana. Lo sorprendente, lo fortuito, lo coincidente. Aquello que a través de lo inexplicable define lo triste y lo bello, lo trágico y lo cómico. Esas partículas herméticas de ciertos eventos transforman la realidad en algo más que ficción: filosofía. La obra de Auster, más allá de lo acabado, propone una realidad inacabada, en proceso, en obra negra. No hay absolutos, pero tampoco hay relativismos. Por eso aún no se define, porque el azar sí juega a los dados, la fe no. Mientras que la idea religiosa de un Dios (o dioses, llámense éstos como se llamen) mueve los hilos del porvenir y la esperanza, el azar la trastoca.

Si alguien me preguntara por dónde empezar a leer a Paul Auster, contestaría que se lo dejara al azar. Y no por ser uno de sus más grandes misterios en sus obras, sino porque no existe una “evolución” como escritor. Es decir, para Auster sentarse a escribir una novela era como hacerlo por primera vez. De manera que no hay mucha diferencia entre leer La invención de la soledad (1982), Leviatán (1992), Sunset Park (2010) o 4 3 2 1 (2017).

Pero ¿de qué cauce corre esa vena semionírica, trágica en su sentido coloquial (para algunos personajes austerianos la muerte no es el centro del drama en un familiar fallecido, sino el significado que conlleva esa ausencia para la posteridad de quien la padece) que transita de la exposición literaria a lo filosófico? Ahí, en su obra, están presentes Kafka, Camus, Beckett, Dostoievski.

Como la obra de estos autores, Auster se vio en el centro de una sociedad que alienaba a sus ciudadanos más lúcidos. En el cincuentenario de la muerte del autor de La metamorfosis, Paul Auster escribió sobre el autor checo como si estuviera profetizándose a sí mismo (hubo una época en la que tuvo una fuerte depresión por no poder escribir ficción).

“Se dirige a la tierra prometida: va de un sitio a otro y sueña constantemente con detenerse: pero como lo que realmente cuenta para él, lo que de verdad le obsesiona, es su deseo de detenerse, no se detiene. Deambula; no tiene la menor esperanza de llegar a ninguna parte. No va a ninguna parte y sin embargo siempre está en movimiento. Invisible para sí mismo, se deja arrastrar por los impulsos de su propio cuerpo, como si así pudiera seguir el rastro de aquello que se niega a guiarlo”. (Et. Al).

Esta pérdida de brújula, de no saberse adscrito a nada, de no creer en nada más que en el duro oficio de escribir, llevó a Auster a pisar terrenos inexplicables. Un simple acontecimiento podría provocar enormes cambios en nuestra existencia. Un extranjero en el mundo que se deja llevar por la corriente histórica de las cosas que no se pueden explicar. Cuando le preguntaron que cuál era el gran libro que abarca toda su obra, no tardó en contestar: “La historia de mis obsesiones. La saga de las cosas que me perturban.”

Tal vez suene a banalidad, pero desde el año 2008 me sucede algo extrañísimo. Por la mañana, observo mi reloj o el del celular, y resulta que son las 11:11. En cambio, por la noche hago el mismo ejercicio y resulta que son las 10:03. A veces se intercambian, por la mañana son las 10:03 y por la noche son las 11:11. Auster estaría fascinado con estas coincidencias. Enloquecería. ¿Qué significa esta numérica casualidad? ¿Acaso debo jugar esos números a la lotería? ¿Si realizo operaciones matemáticas podría calcular la fecha de mi muerte? ¿O la fecha de un acontecimiento importante? ¿O es una simple programación bioquímica de mi cerebro para ver a esa hora específicamente mi reloj? La raza humana tiene hábitos y comportamientos guiados por el azar, el porvenir, la religión, conceptos que no garantizan nada pero que prometen todo.

Más allá de las críticas que recibió en vida por ser un escritor sobrio y sin demasiadas pretensiones estilísticas, incluso abusando del recurso de la autoficción, el mejor legado que se le puede achacar a Paul Auster es el del oficio. Cada novela la encaró como si fuera la primera vez. Supo sacarle provecho a su experiencia, pero sobre todo a su poesía. La prosa fue una consecuencia natural de 10 años de poesía. Sin embargo, Auster escapó, como un fugitivo de la palabra, a todo recurso que la libertad le ofrecía: “Escribir no es una cuestión de libre albedrío, es un acto de supervivencia”.

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