Gran parte de mi infancia y de mi adolescencia las pasé en el Barrio de Santiago de la ciudad de Mérida, ahí en las aulas del Colegio Americano y sus alrededores. El paisaje urbano de la capital yucateca de finales de los 70, los 80 y principios de los 90 era completamente diferente al que existe en el presente. En aquellos años, a la escuela la rodeaban muchos comercios locales los cuales tenían en los estudiantes su principal clientela. Había dos papelerías, una justo frente al colegio y otra más unos metros más adelante, la cual tenía la enorme particularidad de contar con mesas de futbolito en las que más de uno perdía el dinero para la escuela.
Pero lo que yo más recuerdo es que justo frente a dicha papelería -en la esquina de las calles 72 y 59- se encontraba un puesto ambulante de revistas y periódicos. En esos años aún era común encontrar tales negocios en la mayoría de las esquinas de la ciudad. No recuerdo el nombre del encargado del mismo pero lo que nunca olvidaré es que durante muchos años al salir de la escuela iba a derrochar el poco capital que tenía en historietas y tiras cómicas, en particular en todas aquellas en las que apareciera el superhéroe que desde esos años se convirtió en mi favorito: el amigable vecino arácnido. En ese entonces no lo sabía, pero con cada cómic adquirido, venía también incluido el inicio de mis nostalgias…
Tampoco recuerdo exactamente el momento en el cual me hice seguidor de “El Hombre Araña”, pero pareciera que lo he sido desde siempre. Una de las primeras tonadas musicales que repetí de manera incesante fue aquella con la que abría la serie animada de los años setenta. Me sentaba a verla todos los domingos por la mañana mientras esperaba el llamado paterno para ir a la iglesia; entonces, sumamente enojado, apagaba el televisor maldiciendo a los dueños del canal local por programar al arácnido en el día en el que yo tenía que ir a la llamada escuela dominical.
Spiderman también fue el primer súper héroe que vi en pantalla grande: en el cine Rex observé con la boca abierta cómo Nicholas Hammond –uno de los chicos Von Trapp de The Sound of Music–, disparaba sus lanzatelarañas para trepar por los edificios para convertirse en el primer actor de carne y hueso que encarnaba al tejedor de redes en la gran pantalla y, posteriormente, en una serie de televisión que también seguí durante sus 14 episodios.
Con los años seguí comprando sus cómics –hasta que alguien tuvo la nada genial idea de clonar y luego deshacerse de Peter Parker–,; luego fui uno de los más emocionados al ver cómo era llevado de nuevo a la pantalla grande en todas las películas que tanto Sony como Marvel han hecho del súper héroe. Curiosamente, algo pasaba al mirarlas: volvía a ser ese chico que se emocionaba leyendo a los 8 o 9 años de edad cómo Spiderman se enfrentaba a villanos de la calaña de El Duende Verde, Rhino (mi favorito), Kraven o El Doctor Pulpo.
Creo firmemente que las mejores películas de superhéroes son las que tienen la capacidad de regresarte a ese tiempo en el que la vida era más sencilla y demostrarte que tu capacidad de asombro continúa intacta. Y eso, por lo menos en mi caso, ha sucedido con cada cinta de Spiderman (bueno, quizá la única excepción sea la tercera que protagonizó Tobey McGuire) y con la mayoría de las que integran al ya famoso Marvel Cinematic Universe.
Escribo todo lo anterior justo la noche en la que el mundo entero se ha despedido del genio que junto Steve Ditko, creó a mi gran héroe: Stan Lee. A Stanley Martin Lieber el mundo le ha rendido hoy un sincero y merecido homenaje. Pocos personajes han sido tan influyentes en tantas generaciones de hijos de la cultura pop, pocos escritores y editores han sido tan famosos como lo fue el neoyorkino. Pero más allá de eso, algo sucede cuando se muere un personaje como Stan Lee: su partida se convierte en una pérdida personal pues adquirimos conciencia de que en algún momento vamos a tener que despedirnos de nuestros ídolos, de aquellos que –evidentemente sin saberlo– se convirtieron a través de sus creaciones en nuestros cómplices, confidentes, figuras a la que admiramos, seguimos y que forjaron no solamente nuestros gustos sino también parte de nuestra idiosincrasia y personalidad.
Al enterarme de la muerte de Stan Lee, esa parte de mi memoria en la que viven algunos de los momentos más queridos se ha activado de manera inmediata. Volví a verme en esa esquina de Santiago, mirando absorto la portada en la que Spiderman era aplastado por el poderoso Rhino. Volví a ser ese chico que se preguntaba qué sucedería en las páginas interiores de esa revista, cómo le iba a hacer el arácnido para escapar de los poderosos brazos del rinoceronte, y también volví a maravillarme con el poder de la palabra cuando se combina con imagen.
Regresé a una época que, si no se diluye de la memoria, es porque aún conservo muchas de esas páginas amarillentas que sirven para que nunca olvide de dónde vengo y el camino que he tenido que andar para llegar a donde estoy. Creo que las grandes obras tienen esa particularidad y creo que mi caso es el de muchos otros que en la noche del 12 de noviembre de 2018 han rememorado ese lugar en el compraban cómics, a los amigos con los que platicaban o jugaban a interpretar las aventuras de los héroes de historieta, al sillón en el que se sentaron a leer esas páginas o la televisión que hizo de las tardes toda una aventura, a la vida que sin saberlo un día se nos escapó cuando cerramos la revista que nos había transportado a un mundo tan real como el de la imaginación.
Buen viaje, Stan. Que tu deslizador de plata te lleve a recorrer las estrellas hasta que te conviertas nuevamente en polvo cósmico y brilles aún más de lo que lo hiciste en este pálido punto azul…