Una incómoda serenata nocturna en Santa Cruz Palomeque

El Cuarteto Internacional de Cuerdas de Yucatán y un fulgurante Beethoven

Beethoven es, indudablemente, uno de los más célebres compositores de la Historia. Tristemente, para una mayoría es más célebre por sordo que por su legado musical, lo que desenmaraña cualquier cantidad de bufonadas al respecto. Lo cierto es, que allende sus problemas auditivos, de salud emocional y demás situaciones contradictorias en lo familiar y en lo social, Ludwig van Beethoven encerraba un espíritu demasiado grande para ser considerado más cercano a un serafín que a un hombre normal, como millones que solo nacen, crecen, se reproducen y mueren.

El jueves 30 de noviembre de 2017 llegamos a tiempo para una cita con su preciosa música, en la hacienda Santa Cruz Palomeque, ubicada en el extremo sur de la ciudad. Era el concierto inaugural de la temporada 2017 – 2018 del International String Quartet of Yucatan. Pudimos arribar a pesar de todas las inclemencias que la prisa origina, devorando los necesarios kilómetros que sitúan a la hacienda en una posición, dicho sin exagerar, privilegiada. La llegada encanta en todo aspecto. La vista se nutre por la elegancia y el magnífico gusto de su decoración a media luz, con la mezcla de flora y arquitectura que transporta al tiempo colonial de su fundación, pero permite advertir su rejuvenecimiento para un disfrute mayúsculo, acorde a la actualidad.

Como cosa normal, se trataba de no perder detalle; pero la logística de la sede tenía sus propios planes, creando una seria demora para ingresar a la sala. Mientras nos hallábamos aclarando por dónde salió la luna, escuchamos la ovación de bienvenida a los músicos, nutrida y cálida, primera remuneración de otras que llegarían en sus debidos momentos.

Habían transcurrido ya algunos meses, desde la última ocasión en que pudimos disfrutar una velada magnífica, como es habitual para esta agrupación multinacional, integrada por el violinista norteamericano Christopher Collins Lee, el violinista inglés Timothy Myall, el violista búlgaro Nikolai Dimitrov – quien funge como director – y la chelista rusa Nadezda Golubeva. En aquella ocasión, la audiencia no rebasaba la veintena. Ahora, por el contrario, el lugar lucía repleto. Buena señal. La cita, sin lo estricto de la puntualidad industrial, enarbolaba una atmósfera de camaradería y sencillez, valores que deberían sustentar cualquier encuentro y más si la estrella es Beethoven, la rara avis oriunda de Bonn y de una Alemania portentosa en diversos aspectos, que gozaba de un estatus eminente en aquella Europa finalizando el siglo XVIII.

La música comenzó no bien quedarnos en discreta penumbra, en agradable intimidad que acrecentaba los acentos musicales. Para cualquier iniciado, desde el arranque la música sería un despliegue fantasioso, con matices que ondulaban desde lo confidencial hasta una grandilocuencia que cala hondo y que desciende de un punto remoto en la imaginación del compositor. La dosis de inocencia genuina se repite en cada compás, no obstante poder crecer hasta un número indeterminado de fortísimos – magistralmente alcanzados – mediante un efecto de escalas frenéticas, de extraña isometría.

En el extremo opuesto, teniendo que Beethoven es creador del verdadero claroscuro musical, dulzura y candor de frases con acompañamientos oscilatorios, a veces desde la viola hacia los violines o de estos hacia el chelo, mantenían el alma en vilo y el aliento en su mínima expresión, lo suficiente para no desmayar por la incredulidad de tanta belleza. Es la Gracia el elemento central en la música de aquel que desde joven fue elogiado por Mozart y por millones en las diecinueve décadas que lleva convertido en leyenda.

Las obras presentadas en tan afortunado y breve recital, fueron únicamente dos. Iniciando con “El Arpa”, número diez de su Opus 74, en tonalidad de Mi bemol, este concierto está formado por los cuatro movimientos habituales. El primero, Allegro poco Adagio, contiene un amplio segmento de pizzicatos en cantarín arpegio – arpe_gio, a la manera del arpa, de donde toma su nombre – pizzicatos que saltan de instrumento en instrumento, como una agraciada persecución sonora y que además concluye con una coda (o cola) sorprendente, que pudiera creerse larga pero por su grado de exquisitez, tiene la justa medida para demostrar su perfección; le sucede un Adagio pero no demasiado, que es simplemente un apacible meandro de armonías – y de canto pertinaz, que para bien, aturde – y cerrando el paso, un grácil Presto Scherzo (chancero, bromista). El cuarto movimiento, Allegretto con variaciones, presenta una nueva coda, que renueva el espíritu como si fuera tan sencillo llegar al fondo del corazón.

El número tres de su Opus 59, o sea el Concierto en Do mayor, fue la perla del final. Dedicada al embajador de Rusia Andrej Razumovsky, forma parte de una serie de tres cuartetos publicada en 1808 y sellada para conocimiento de la humanidad con el apellido de dicho diplomático, cuartetos que fueron endulzados con esencias de Rusia. Este, el número tres, es indescriptible, bellísimo, logrado con una sensibilidad que ni Tchaikovsky la tiene. Su estructura también está hecha con cuatro partes: Allegro, Allegretto vivo y scherzando, Muy adagio y triste, Tema ruso – Presto.

En todo momento, el resultado de la interpretación fue superlativo, con una precisión pasmosa y conmovedora. Cualquier cantidad de elogios puede ser peligrosa, porque una parte implicaría lisonja y por la otra, insuficiencia. Excelente o más, así fue la manera en que fueron cincelando el finísimo calado de cada composición. Y los aplausos de la bienvenida palidecieron contra los cosechados a lo largo de la jornada. ¡Bravo!

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