Guido Maria Guida y la OSY fascinan en Mérida

La Orquesta Sinfónica de Yucatán se enalteció junto a Beethoven, Brahms y Mozart, gracias a la batuta firme de Guido María Guida, director invitado, quien se granjeó los aplausos no sólo del público, sino también de los músicos de la OSY, según cuenta Felipe de J. Cervera. ¡Bravo...!

Los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Yucatán, en el cuarto programa de su temporada septiembre diciembre dos mil veintitrés, estaban cargados de magnetismo: Mozart fue designado telonero de Brahms y de Beethoven. Para dirigir ambos eventos, un huésped nuevo aceptó la invitación, el maestro turinés Guido María Guida. Su trayectoria vastísima era el motor de su batuta, que blandiría para recalibrar el sonido del conjunto.

Por cada obra, desde los acordes iniciales, mostraba su determinación a reconstruir la identidad de cada compositor prometido. Cuarto programa y dos sinfonías cuartas. Escalonadas para sugerir la evolución musical de un compositor al otro, la propuesta era un paseo del Clásico al Romántico y en cierto modo, de regreso al Clásico, cerrando un círculo con las ambigüedades al clasificar a Brahms tanto como a Beethoven.

Como en muchas ocasiones, una obertura era el disparo de salida. Mozart para el caso y sus “Bodas de Fígaro”, se constituyeron del Palacio de la Música. Jocoso elegante, el saludo inicial exhibía las verdaderas intenciones del salzburgués gracias a los acentos. Hay una reconfiguración a partir de ellos, formando el retrato tridimensional de una emoción que avanzaba con sorpresas, modus operandi del gigante. Mozart elegía bien la dotación instrumental, con casi tres docenas de cuerdas, combinando violas y violines en proporciones adecuadas, agregando cuatro filas de alientos con el soporte amable de los timbales.

Sus enunciados eran aire fresco con un defecto único: fugacidad. La obertura, una vez cumplido su propósito, daba el paso a los compañeros de ocasión. Terminar así no representaba sufrir el resto del menú, pero a Mozart se le merece –indiscutiblemente– más allá de solo doscientos sesenta y cuatro segundos. Ovación espontánea. La naturalidad del director por sus trazos en el aire, además se mostraba al sonreír. Girando hacia la orquesta, el nuevo libro fue la invocación a Beethoven, con su Sinfonía 4. Y la situación, drásticamente, cambió.

Con el estándar de cuatro movimientos, comienza interponiendo un misterio. La gracia que le corresponde hace a su languidez nutrirse de vigor, un autodesafío que lleva a puntos álgidos en un discurso que es torrencial y más aún, huracanado. Sí, su proceso pasa de cálido a inmenso –su carácter de siempre– recapacitando que puede seguir siendo dulce y formidable las veces que quiera, como el horizonte que promulga un amanecer.

La batuta era seguida puntualmente en cada lance. Los matices –cualquiera– eran alcanzados según la cartografía del pentagrama, acumulando problemas sin importancia, inocentes a la ponderación de la obra. El oboe de Mahonri Abán era ejemplo de la delicadeza convenida: es curioso cómo a tanta altura, no hay indicios de disparidad. Así que el equilibrio de Beethoven, avance para donde avance, nunca es una tabla periódica. Deja lo más intenso al final o a medio camino, porque puede y porque así tiene que ser. La secuencia hasta el cuarto movimiento es una ruta de intensidades mayores. Despliega sus velas y no tolera descensos salvo para sorprender en momentos determinados. La ovación no debió ser calurosa, sino doblemente calurosa: era una interpretación de cualidades excelentes.

Brahms fue rebasado en número de sinfonías por sus dos antecesores. Su total de cuatro parecen pocas frente al novenario de Beethoven y casi una informalidad frente a las cuarenta y una de Mozart –que llegan a ser más, según quien las clasifique y quien escudriñe acerca de ellas– aunque a Haydn mejor sería no mencionarlo, por rebasar el centenar de las tales. Librando competencias y evaluaciones, en su Sinfonía 4 Brahms tiene un lenguaje más liviano y, en otro modo, semejante en lo enérgico.

Comparte su gentileza sin exagerar o exagerando si de repente lo exige, disponiendo cambios sutiles en la estructura de los instrumentos. Y estalla en todas direcciones, a eso se dedica apoyado en sus tempos modificados. La disposición de sus cuatro episodios es un monólogo consigo mismo, pleno de madurez artística y moral –ya rebasaba los cincuenta años– y se permite crecer, alejándose de aquellos a quienes admira –Beethoven y Schumann, entre ellos– consagrándose como el inalcanzable que es hasta el día de hoy.

Cada diálogo instrumental llevaba un esmero que hacía retumbar el escenario. Inmutable, a excepción de su amable sonrisa, el director fue vitoreado por la audiencia mientras salía de escena y una vez más volvía sobre sus pasos, aclamado también por la orquesta misma, feliz de haber recibido a un director de cualidades interminables. Allí estaba la suma de toda satisfacción. ¡Bravo!

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