Indescifrable concierto de la OSY con variados estilos

La noche y sus misterios incluyeron una combinación musical incierta. La Orquesta Sinfónica de Yucatán aprehendió casi la totalidad del mensaje en un repertorio que rompió la rutina, pese a reincidir en la seguridad de lo dancístico, según la crítica de Felipe de J. Cervera...

“En las pálidas tardes / me cuenta un hada amiga / las historias secretas / llenas de poesía; lo que cantan los pájaros, / lo que llevan las brisas, / lo que vaga en las nieblas, / lo que sueñan las niñas”. Rubén Darío, poema “Autumnal” (fragmento)

Sin más hilo conductor que la belleza de la Música, la Orquesta Sinfónica de Yucatán ofreció una de sus presentaciones más eclécticas, de continuidad con su temporada trigésimo sexta. La selección para su concierto número cinco llevaba obras que, por cuenta propia, son confirmación de belleza, pero que arrimadas se tornan extravagancia. La madurez creadora pudo ser el factor común entre un clásico austríaco, un impresionista italiano y un nacionalista español, europeos bajo la señal -segunda coincidencia- de ser figuras referenciales en sus vertientes artísticas. Por fortuna, la luna del quince de octubre de dos mil veintiuno se amoldó para gozarse aquel catálogo.

Joseph Haydn, nuevamente estaba en el escenario de Yucatán, mostrando su lado afable -como de costumbre- ahora con la Oxford, su sinfonía noventa y dos. Era, al momento de llevarla a los londinenses, un reconocido compositor con casi medio siglo de vida y un legado feliz para su tiempo y para el nuestro. Su música inicia un discurso sin prisas, acatado de solemne levedad. En la circulación de sus párrafos, Haydn de pronto resplandece. Cobra más vida. Y entonces la orquesta deja de ser orquesta: es un cañón lanzando fuegos de artificio. Sin mostrar su juego, Haydn vuelve sobre sus pasos. Sabe ralentizar la emoción y emprende sus ideas hacia otra dirección, con su delicadeza habitual, finalizando al galope llegado su fino Presto.

Así mostraba el talante, un atisbo a la energía próxima, donde Beethoven y sus posteriores tendrán señorío. El regocijo honesto, no fue en los gastados términos politiqueros, sino por su espontaneidad. Se escucharon aplausos -muchos- para la orquesta, que solo compartía al gran señor de Austria, apreciando la recompensa con caravanas indecisas y sonrisas encubiertas.

Luego, un salto hasta el siglo veinte -al lapso entre guerras- trajo Los Pájaros de Otto Respighi. Se trata de una suite con las cualidades programáticas para asistir a un ballet. Las onomatopeyas de una gallina, un ruiseñor y una paloma suelen ser buena idea para musicalizar. De lo más alegre, no fue inadvertida desde tiempos barrocos, cuando Vivaldi incorporaba sonidos de otros pájaros -como el cardenal, en su obra homónima- o incluso más adelante, cuando Dvořák hizo cantar a una pava de monte, adentro de un poema sinfónico. La inteligencia del compositor y su bagaje de investigación a cuestas, bastaron para las tres dimensiones de su inspiración.

El punto débil consistiría en la obligada delicadeza que antecede a la interpretación. Incluso un actor de método tendría amplia opinión al respecto: el esfuerzo a veces solo dará un aproximado, pero merece la pena. Los Pájaros tendrían que haber sonado con otro esmero, no por un fondo de realismo sino matizando un raro equilibrio en la interpretación musical, dinamizándose hasta rememorar que todo gira en torno a un ave. El brillo se alcanzó en otros aspectos, pero no promediaba con suficiencia el reflejo de gracia, como hacen aquellos naturalmente cubiertos de plumas.

“Cucú” -el movimiento final- fue un bálsamo que remedió lo inaccesible de aquel intento avícola. De sonoridad grande, Respighi deleita con sus dotes de orquestador, inspirándose -como él afirmaría- en aquella musicalidad de siglos pasados, dando la preeminencia al XVII. Su colofón tuvo fortuna: termina siendo notable y el trueno de las ovaciones marcó la ruta hacia la obra final, con un “Sombrero de Tres Picos”, describiendo la Iberia mientras se baila pero, más de cerca, es un deletreo de la estirpe del compositor.

La cadencia en cada porción de la suite es una estampa gaditana, también ejercida como germen de danza. La sinfónica sí lo entendió y asestó los golpes correctos, en los momentos indicados, afirmando lo nacionalista que representan todas esas corcheas acentuadas, deliciosamente bruscas. Esta suite primera, más breve que la segunda, no es menos sustanciosa, como tendría que ser el compendio de algo prominente: narra con emoción y hasta infunde las ganas de haber nacido coterráneo del señor de Falla, por esa naturaleza enhiesta de ser español dejando a los ratos libres las disculpas a los pobres territorios que medio milenio atrás, tomaron por colonias.

La noche y sus misterios, esta vez incluyeron una combinación musical incierta. La orquesta aprehendió casi la totalidad del mensaje, recibiendo la calidez del aplauso. Obtuvo el reconocimiento de un repertorio que rompe la rutina, pese a reincidir en la seguridad de lo dancístico. Los motivos en su diversidad, fascinaron. Posiblemente lo harán las veces que se repitan. ¡Bravo!

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