Casi como una sorpresa llegó la nueva temporada de conciertos de la Sinfónica de Yucatán, la número 27. Desde el cierre de la temporada anterior, quizá por el cúmulo de tantos acontecimientos sociales –y no necesariamente relacionados a las festividades de fin de año– se vislumbraba el regreso a los escenarios como un evento lejano. Ciertamente, la fecha tuvo la fortuna de empezar con los alegres compases del vals.
Fue una consideración atinada abrir con las obras tradicionales de este ritmo. Johann Strauss hijo, con toda su popularidad a cuestas, irrumpió y dominó con las vigorosas melodías de su obertura “El murciélago” los primeros minutos de un concierto etéreo que mantuvo esa cualidad de principio a fin. La ejecución de la orquesta, mezcla de maquinaria fina y la alegría de una fiesta anticipadamente estival, obsequió cada frase de diálogo musical de la manera esperada, siguiendo atenta una batuta erudita (la del maestro Lomónaco), acostumbrado a apoyarse en la precisión de su conocimiento más que en aquellas inexistentes hojas llamadas partituras.
Bajo este esquema, el resultado fue una amable, verdaderamente bella ejecución de cada pieza seleccionada para la función. Siguiendo el orden, como un bálsamo, empezaron a sonar otras creaciones de un carácter distinto, fuertes en su contexto pero expresadas con lo más delicado del espíritu escandinavo. Las Danzas Noruegas Opus 35 de Edvard Grieg, portadoras de su acostumbrado lirismo simultáneamente nacionalista y romántico, influyeron con sutileza gradual en el ánimo del público, tan colmadas de ritmo y de inusuales armonías y con frases de mayor profundidad, hicieron que la orquesta dejara de reflejar el deleite de los salones aristocráticos y se trajera el sentimiento nacido de los bosques y las montañas, de los fiordos y de los horizontes nórdicos.
Dejando atrás los allegros de las danzas de Grieg, lo festivo tendría una nueva presentación con otro vals de Strauss hijo, el célebre “Voces de Primavera”, que obtuvo efusivas ovaciones cristalizando la ocasión como una triunfal velada europea. Tras un breve intermedio, finalmente llegó la oportunidad de disfrutar al compositor magnánimo de la noche, Antonin Dvorak, para trastocar el panorama en algo distinto a lo anterior. Ni siquiera era la misma orquesta. Fueron sutiles los ajustes entre los músicos alineados para tales obras. Los Valses de Praga, tan valses como los anteriores pero opuestos por el sentido de su factura, dieron una versión superior de lo que una sinfónica puede hacer con las intenciones de otro creador. Aunque la misma alegría es diferente. Con la interpretación de las Danzas Eslavas 1 y 2 de su Opus #46, Dvorak aseguró su señorío musical por encima de otros afortunados compositores, dejando un sentimiento diverso, de esas veces que, en efecto, se puede viajar a otro estado emocional.
Dvorak mereció la ovación más sincera -quizá con más ahínco que sus predecesores-, porque junto con Grieg, aportó un paisaje con la plenitud de sus propias raíces, de su identidad personal: describiendo ampliamente a veces con nacionalismo o con fausto pero siempre candoroso, las armonías y los cánticos de esa tierra en que nació como ser humano y como virtuoso de la composición. Sus piezas dejaron la sensación de querer escuchar más de su catálogo, pero estaba ya estipulada la valsificación del programa. Johann Strauss hijo, mediante la última pieza anunciada, el sumamente conocido “Danubio Azul”, borró de la memoria las ocasiones de tantos eventos sociales en las que una mal ecualizada grabación inundaba el recinto. En el Peón, finalmente se pudo disfrutar de una versión elegante, tal como fue concebida: para causar la mejor impresión con todos los recursos sonoros disponibles.
En su saldo final, la actuación de la sinfónica fue cálidamente celebrada y el público lo demostró con la satisfacción del aplauso. El maestro Lomónaco, agradeció a la audiencia y a su angélico séquito, dando el ademán para iniciar el encore: la Marcha Radetzky, esta vez de Johann Strauss padre, la que fue graciosamente acompañada con aplausos de la gente marcando el compás, condición aprovechada para dirigir ora a la orquesta, ora al público generando una mutua participación en el cierre de una noche alegre en toda la extensión de su significado. ¡Bravo!
No fui al concierto, sin embargo la descripción exacta de lo ocurrido me da la sensación de haber estado ahí y haberme perdido un buen espectáculo. Como a un ciego le describen el cielo, el arco iris, el mar y en su imaginación lo interpreta, yo, un sordo ante tanta belleza musical que leo, percibo que existe un mundo más allá de mi entendimiento. Soy un descendiente Romano que no comprende el lenguaje sutil de los Griegos; más orientado a la música Pop, Disco, Electrónica, no me llama los Conciertos y ciertamente a la mayoría tampoco: es una pena. Alguna vez, por mucho tiempo, tuve la oportunidad forzada de escuchar este tipo de música y con el tiempo me agradó pero definitivamente no sería mi primera opción . Siento que mucha gente no tiene el feeling de comprender tan exquisita música, no entiendo de partituras o de armonías delicadas, soy un producto del consumismo actual y por la foto veo que poca gente joven no se deja atrapar por ello. De la asistencia, la mayoría es ya gente grande o extranjera y en México no se le da el debido apoyo a gente tan capaz de crear realmente música que trascenderá a travez del tiempo. Tal vez ellos, los jóvenes y no ya tan Jóvenes músicos, nacieron en una época que no es la suya. Si fuera en la época francesa, serían la mano derecha del rey para deleitarlos con tanto ingenio, pero nacieron en la época materialista y muy pocos son apreciados y la mayoría pasaran desapercibidos y tal vez subsistiendo. Por mi parte soy incapaz de entender este mundo y me conformo con escuchar a los pájaros por las mañanas cuando mi mente está en blanco y disfrutarlo. Es mi opinión . Buen concierto !!!