La Orquesta Sinfónica de Yucatán, desde que iniciara su temporada treinta y ocho, ha mantenido su estatus de anfitriona. Para esta ocasión –su cuarto programa– la invitación fue para la batuta de José Areán, gran maestro con el doble atributo de juventud siendo un veterano. Exenta de solistas, la orquesta dispuso un menú en dos tiempos, hecho de clasicismos de cualidades diversas. Por principio, Haydn y una de las sinfonías de su madurez: la ochenta y dos, que lleva el simpático subtítulo de “El Oso”. Posteriormente, la cuarta sinfonía de Mendelssohn, alegremente bautizada como “La Italiana”. Comunes en su constitución de cuatro partes, ambas representan etapas y universos distintos, según el espíritu que vive en sus pentagramas.
El invitado, con la sencillez de salir y sonreír, de pronto estaba sacando el conejo del sombrero. Allí había una sonoridad sobresaliente, otorgando un Haydn que parecía doblado de recursos. El muy vivo primer movimiento, surge impetuoso, lleno de pompa; y ahora nadie permanecía en el veintiuno: súbitamente, el siglo dieciocho robaba las almas en las butacas. Aquellas líneas melódicas, con acentos que surgían donde a Haydn le daba la gana, era la suma de energías que producía admiración. La sinfónica mantenía el paso, transfigurada como el guía lo pidiese. Los aspectos emocionales cedían paso a otros, renovando el mensaje con la naturalidad del genio austríaco.
El camino al segundo movimiento – allegretto – que en ciertos compases tiene un aire piadoso, ofrece el discurso de un Haydn pueril, que dice las cosas con el humor de su niñez tal como fue o como se la imaginaba. Y se desarrolla sin necesitar estallidos: las secciones instrumentales, condescendientes, fluctúan entre acompañar y ser acompañadas, hasta el impulso del pleno orquestal, que no dura mucho pero que sorprende siempre. De nuevo, aquel era el sonido de lo etéreo, recreado según pedía el hombre frente al conjunto.
El minueto siguiente, cumpliendo su papel en el diseño, hacía variar la dirección del viento. Traspasando su carácter, la salida: el oso en su seudónimo, aparecía divertido y divirtiendo, dándose a la imaginación en su danza desmañada, en las plazas públicas de aquella Europa de hace trescientos años. Haydn no recurre a la frase escuálida sino al contrario. Conserva, a cada palmo, la sobriedad con la que zarpó. Lo cierto es que el oso, con todo y gitanos, vino a posteriori porque nunca falta un ocurrente: pudiera pasar desapercibido como en su creación, en la mente del genio. Cálidos aplausos fueron la cosecha, mediante una batuta que debería regresar más a menudo.
Cambiando de talla, la orquesta obtenía refuerzos en sus cuerdas para el momento de Mendelssohn. Más violines, chelos y violas irrumpieron abarrotando el espacio, detonantes de mayor intención. La sinfonía cuarta de Mendelssohn manaba como un himno nacional. Algo de marcial, está enfocada al romanticismo de aquel periodo que le sobrevendría. Combina un lirismo común a las artes de su tiempo y es un canto denso pero acampanado, bien interpretado por la orquesta. En su ejecución, parece un rehilete. Canturrea fraseos con cabriolas, que la cuerda comparte en grados de intensidades y acentos. Crece y se arrepiente. Sigue en voz baja y otra vez recuerda motivos ignorados que transforma y comparte.
El claroscuro fue una contraindicación al pentagrama original. Los chelos, llegados al segundo movimiento, impusieron su stacatto* como asunto primario, en vez de bordar gracia a bajo volumen. Los contrabajos, sus seguros cómplices. Mientras los violines insistían en lirismos, con alientos alternándose el encargo, aquellos colaboraban entre sí para distanciarse del trabajo de conjunto. Situación extraña cuando, a lo largo del camino hay un amplio surtido de sforzandi**, difícilmente advertidos en medio de aquel excedente sonoro. Llegó el punto –por fin– de la homogeneidad, perdiéndose en la nueva presencia de aquel marcato notorio hasta el casi final del movimiento.
El tercero, fue una reivindicación sobre cualquier desajuste previo, donde la acústica debería dar explicaciones. Amable, como la vida del compositor, su ritmo ternario suavizaba el fraseo del resultado, desarrollando frases tímidas haciendo un panorama difuso, como la niebla cuando amanece. El cierre del movimiento final alcanzó la gloria del primero. Vigoroso, como las danzas italianas que le nutren, levantaba tremendo ventarrón. Increíble cómo pudo caber en aquella sala. Cada instrumento, con el respaldo de su compañía, remontaba un moto perpetuo*** que, nomás terminar, quedaba a manos de otros, mediante una sucesión prodigiosa.
Aquella cabalgata concluyó en ovación enorme, salpicada de vítores. Había sido una interpretación de alta calidad. La Orquesta Sinfónica de Yucatán, aun cambiando de brújula, avanza en ruta con la precisión del caso. Comparte el reconocimiento con el maestro Areán, en esta ocasión, pero también en otras donde ha dado brillo a repertorios que hoy, afortunadamente, llegaron a oídos del siglo actual. Excelente. ¡Bravo!
*Stacatto: Nota acortada y con un ligero acento, con efecto de aspereza
**Sforzandi: Plural de sforzando; nota destacada por quedar acentuada, en medio de notas débiles.
***Moto perpetuo: Movimiento perpetuo