Memorias de una pequeña editora de poesía: Nautilium

Zulai Marcela Fuentes escudriña en los recuerdos del desaparecido sello Nautilium, emanado del colectivo poético homónimo, que en los noventa se abocara a la traducción y publicación de libros de poesía. En su texto, hace una reflexión imperdible de la actualidad editorial...

Hace ya algún tiempo, formé parte de un grupo de poesía llamado Nautilium (principios de los noventa). Nos reuníamos en el Café La Habana de la Ciudad de México a revisar nuestros textos. Me había acercado a ellos por medio de un amigo común; estaban comenzando a publicar sus trabajos. El grupo era heterogéneo: personas con cierta trayectoria, promisoria en su mayoría; otros ya fogueados en el oficio. De todas las edades, estilos, propuestas, ocho en total. Cumplimos nuestra intención de dar forma impresa a nuestro trabajo. El mío, en particular, había obtenido una mención honorífica en un certamen nacional, de modo que el escrutinio fue clemente.

Más adelante, decidimos apelar al apoyo financiero del FONCA para publicar obras de otros escritores. Lo obtuvimos por concurso. En mí recayó la responsabilidad legal y la representación del grupo y el proyecto. Con el financiamiento alcanzamos a publicar seis títulos más, entre ellos el primer volumen de una pretendida colección de traducción de poesía: Rilke fue nuestro anfitrión con el cáliz inédito de su Réquiem para una amiga, poema extenso en versión parafrástica de Guillermo Rousset Banda y Petra Scönhage ilustrado por Carla Rippey.

Alfredo Tapia y yo trabajamos intensamente al mismo tiempo que esperábamos la llegada de nuestro segundo hijo. En dos años trabajamos con pasión editorial combatiendo, entre nuestros propios compañeros, el culto a la personalidad, la tendencia a publicar –más que poesía– a los poetas amigos, conocidos, recomendados, como parece ser la tónica de muchos sellos editoriales. Combatiendo el capricho y las rabietas por publicar poetas jóvenes, no tan jóvenes, maduros, en fin, un jaloneo entre categorizaciones arbitrarias y subjetivas y gustos literarios generacionales, pseudo problemas todos que nos llevaron a la escisión y al desacuerdo.

Pero el nuestro era solamente un proyecto editorial. Así lo presentamos ante el Fonca, como un mero proyecto, no como un sello y menos como casa editorial. De suerte yo traía en mi equipaje el savoir faire de la talacha editorial, la experiencia adquirida en departamentos de publicaciones de organismos internacionales, dependencias gubernamentales, ámbitos académicos, y para mí fue una época formidable, aunque difícil y llena de sobresaltos. No obstante, si tuviera la oportunidad, la asumiría una y otra vez. Porque algo hay en este oficio y profesión que una vez que uno se involucra en la faena, ésta jamás puede abandonarse.

El desenlace de aquella experiencia fue como es de suponerse la desaparición del proyecto como tal. Pero puedo decir con orgullo y tranquilidad de conciencia que por lo menos aquello que se sometió a dictamen y obtuvo el apoyo financiero se cumplió a cabalidad. El callejón sin salida fue cuando se llegó al punto álgido del proceso: la distribución de los tiros de mil ejemplares para cada título. En el mejor de los caso lográbamos colocarlos a consignación en algunas librerías. Después de un tiempo, cuando pasábamos a ver si se habían vendido, pocas, muy pocas veces lográbamos que los encargados de las librerías compartieran con nosotros el producto de esa venta. Pero se vendían, eso era cierto.

Aunque aquí hay que aludir a lo que dice José María Espinasa de que:

“las editoriales independientes ya no están pensando en cómo vender sus libros sino en regalar los que ya hicieron y dedicarse a otra cosa.”

Donde hubo mayor seguimiento fue en la librería Pegaso de Casa Lamm, que incluso nos pedía que resurtiéramos aquellos títulos que mejor se habían vendido (no diré cuáles para no envanecer a los autores). Sólo que en este sentido nos vimos impotentes porque para recoger el producto de la venta requeríamos estar constituidos legalmente bajo algún tipo de régimen, y presentar nuestras facturas, cosa que no se hizo finalmente, cuando nadie del grupo mostró interés en hacerlo.

Lo único de lo que estábamos seguros en aquel entonces era que los libros estaban muy bien hechos, lo que nos ganó el respeto de público, crítica y poetas que querían publicar con nosotros, por la relación cercana y cordial y el cuidado depositado en la edición.

José María Espinasa lo dice en su ponencia de un Congreso de Editores Independientes: muchos de los editores independientes son también escritores; eso facilita las cosas y convierte el proceso en una actividad gremial de intereses afines. Las editoriales independientes son un esfuerzo por romper la homogeneización de la lectura dictada por las editoriales multinacionales; es una loable lucha por el derecho a la diversidad de la lectura.

Sin embargo, las editoriales independientes enfrentan graves y serios problemas: la producción, la distribución y, por ello, el consumo. Son producciones que no dependen de ninguna instancia para la elaboración de libros y revistas, ya que son sostenidas por sus editores y en muchos casos por los propios autores con sus becas y sus apoyos; es justo que obtengan dichos apoyos y, por principio son sus méritos personales y profesionales, sean cuales fueren, lo que los hizo merecer dichos financiamientos. No obstante, su “mercancía” se enfrenta al problema del abandono, muchas veces sutil, al ocupar estanterías incómodas o recónditas, o al rechazo directo de las grandes cadenas libreras, con el argumento de que son libros que no se venden, que no son comercializables.

Se lee lo que las multinacionales de la edición producen y la producción editorial está sujeta al best seller de la temporada, de un producto digerible, de la moda o el escándalo político inmediato, de una literatura fácil y de desecho. Las cadenas libreras se convierten de manera plácida e inmediata en un expendio de esta literatura olvidable. Será así que tenemos que el dictado del gusto literario es marcado por Sanborns, y que las otrora afamadas librerías se convierten en un centro moderno de esta mercadotecnia empresarial: en Gandhi conviven sin rubor Coelho, Mello y Lacan; Vázquez Mota y Savater. Creo que aquí en Mérida y supongo que en todas partes sucede algo parecido. Quisiera equivocarme.

Las editoriales independientes navegan contra la corriente; van en busca de un lector crítico, de un lector que busque la diversidad y la riqueza de la lectura, de la lectura como un gesto vital, necesario, como un derecho al saber y a la libertad de elegir. Alguien dijo que en el pasado hasta el futuro era mejor. No lo sé. Pero los buenos lectores son también una especie en extinción. Ésta es la propuesta de las editoriales independientes. Los retos son enormes, su destino incierto, pero no cabe duda que en esto radica su grandeza.

Por eso no queda más que seguir bregando. Yo exhorto a todos los pequeños editores de literatura que lo dicho en encuentros, coloquios, reuniones, congresos no se quede tan solo en buenas intenciones. Los exhorto al trabajo. A inventar un modo de supervivencia para lectores, autores y editores. A depender menos de los subsidios institucionales y crear canales propios y alternativos para crear y difundir la obra literaria propia y de los demás. Y a no perder el tiempo en trifulcas y desplantes estériles que no benefician a nadie y sí perjudican a todos porque no son sino juegos macabros de poder entre intereses sórdidos y mezquinos.

En Yucatán hacen falta más editores independientes. Hacen falta librerías para sus productos. He visto turistas y visitantes en las principales librerías del centro histórico pidiendo libros de autores locales, me refiero concretamente a la poesía. Pero no he visto sus libros en los anaqueles. Los empleados de dichas librerías no tienen idea de lo que se les habla. ¿Dónde están las obras de los poetas yucatecos, antiguos y modernos? En las bibliotecas donde nadie los consulta, salvo el universitario o el académico especializado tal vez. El autor debe involucrarse más en su propia difusión. Si él no lo hace, nadie lo va a hacer por él.

Hay que pensar entonces en reeditar y reimprimir aunque sea modestamente las obras de autores primigenios, de autores maduros que ya nadie conoce. No sólo los llamados jóvenes tienen derecho a quejarse y patalear. La literatura no es cuestión de juventud; lo dije hace años en una entrevista y me cito a mí misma: no creo que la juventud sea un estatus ontológico; ni que los libros de poesía deban publicarse indiscriminadamente sin una conciencia clara de su calidad, más allá de la generación o el estilo y la propuesta poética, más allá de sus cánones. He aquí el principio de la bibliodiversidad. Hay que comenzar por la autocrítica y alejarse de la autocomplacencia.

“Los libros son vida, son la sangre de nuestras culturas, son la suma de nuestra historia y la esencia de quienes somos. Sin ellos abdicamos de nuestra responsabilidad y nos convertimos en simples productores o consumidores de chatarra”. Sandro Cohen

La anterior cita de Sandro Cohen, que en paz descanse, la dijo también en un Congreso de Editores Independientes. Hagamos algo real por nuestra causa. No dejemos morir la letra impresa, no dejemos morir las bellas letras, no dejemos nuestra misión y pasión de vida. Pero claro, esto implica trabajar, y a menudo sin grandes recompensas financieras. Pero así es esto, hay que entrarle con fuerza y convicción, o bien dedicarse a otra cosa. Y recuerden: la unión hace la fuerza. Hay que integrarse en comunidad para trabajar, y hay que entregarse en comunión con lo que somos y con lo que hacemos. No hay otro camino.

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