Aída López firma uno de los cuentos ganadores del concurso “Tiempos de Escritura”.
Pasa, Aura, dijo con su voz vieja. Mamá, ya te he dicho, soy Laura, contesté enfadada. Con sus casi setenta años no mermaba su preferencia hacia mi gemela. Me esperaba otro día escuchando las “virtudes” de Aura y los “defectos” de Laura. Mi hermana era la bonita, la inteligente y todos los calificativos que engrandecen a un ser humano. El espejo confirmaba sus dichos, con minutos de diferencia nací baja de peso y una marca en el cuello la cual se fue agrandando con la edad. Mamá aseguraba que estando embarazada durante el eclipse de luna se rascó la panza y por eso la “chivaluna” en mi piel. Los dermatólogos no lograron con cremas, ni con láser, borrar la mancha violácea o tan siquiera difuminarla. Deseaba que pasaran las seis semanas del postoperatorio y el médico le quitara la venda de los ojos; la venda respecto a Aura nunca se la podría quitar yo.
Lo bueno es que tú, sí vienes a acompañarme, Laura ni se para por aquí. A pesar de tus ocupaciones con mis nietos y tu esposo, no me desamparas. Cuando una hija es buena, una madre desde pequeña lo nota. Esas palabras retumbaban en mi cabeza, las había escuchado desde que tuve uso de razón. Una vez más le repetí que mi hermana no podía estar por las razones mencionadas por ella misma, yo estaba de vacaciones del despacho y eso me permitía atenderla durante el día, antes del horario nocturno de la enfermera. No solo estaba ciega, sino también sorda; mis palabras, no las oía, seguía llamándome Aura como su nombre, una extensión de su perfección. Narcisista en exceso. Decidí cumplir su anhelo, ya no le aclararía quién era y que siguiera creyéndose junto a la sacrificada de mi hermana y no conmigo, la solterona mala hija.
¿Tan ocupada estará la malagradecida? Atiende mejor a su perro, por eso no me arrepiento de haberte dado más a ti. Siempre se lo dije a tu padre, la gente fea es mala, pero él decía que soy clasista y por eso la traigo contra Laura. Quiero que sepas, todas mis joyas son para tu hija, en cuanto me quiten estos trapos de los ojos te las entregaré. Mejor en vida, así ella no tendrá derecho a reclamar. La casa la pondré a tu nombre… La interrumpí tajante, ¿crees justo dejar a mi hermana sin la mitad de la casa? Ella no se quedará conforme, trabaja con abogados y reclamará lo que por ley le corresponde. Mi madre estuvo callada y pensativa por segundos que parecieron eternos, enseguida reaccionó, ¿Me estás pidiendo la propiedad en vida? En automático repelí esa posibilidad. No, no te estoy diciendo eso.
Sus deseos de orinar desviaron el tema. La ayudé a levantarse de la cama y con cuidado la dirigí al baño. Vinieron a mi memoria los días cuando en ese mismo lugar sufría por el shampoo que entraba a mis ojos. Mi “mala suerte” a la hora de la ducha era frecuente. Los ojos de Aura nunca se vieron empañados con el jabón, pocas veces tenía motivos para llorar mientras que a mí me sobraban. Mamá, ¿recuerdas lo chillona que era Laura cada vez que la bañabas? Me sorprendió cuando dijo que adrede me lo echaba y el placer al verme con los ojos enrojecidos. Un sentimiento de rabia e impotencia me atrapó; sin embargo, la levanté del sanitario con el mismo cuidado y la regresé a su cama. No tengo hijos, pero supongo que a todos se les quiere por igual. Quizá mi mala suerte no era eso y mis desventuras eran provocadas por su perversidad.
Mi hermana acostumbraba hablarme por las noches para saber cómo había pasado el día nuestra madre, su familia la tenía absorta y por eso no iba a verla. Los compromisos sociales de su esposo, empresario exitoso digno de ella, y de sus hijos adolescentes a quienes llevaba a la escuela, al karate y al ballet, además de dirigir un séquito de servidumbre, la tenían agobiada. Aura cumplía con pagarle la enfermera a doña Aura a diferencia mía que no contaba con la economía para solventar el costo de otro turno. Desde las ocho de la mañana llegaba para prepararle todas sus comidas, bañarla, administrarle sus medicamentos y ser depositaria de los sentimientos de la mujer que me parió y nunca me quiso.
A ratos la dejaba hablando sola y recorría la casa: el cuarto de cada una de nosotras, el patio con el centenario árbol de mango, la salita de música con paredes de madera donde papá solía escuchar a Elvis Presley, a Los Platters… ooonlyyy yuuu…Cada rincón estaba impregnado de recuerdos buenos y malos. Apenas advertí, el cuarto de Aura es mayor que el mío y tiene closet, eso le permitía tenerlo arreglado, motivo frecuente de mis castigos al no mantener el mismo orden. Mi periplo culminaba en la cocina preparando la dieta recetada por el doctor: baja en grasa y sal, abundante verdura.
Cada vez me resultaba más difícil levantarme temprano e ir a atender a mi madre para escuchar el nombre de mi hermana en vez del mío. Deseaba tener el dinero para pagar a alguien que lo hiciera, pero mis ingresos no eran fijos. En pocas semanas se sabría su estado. Existía el riesgo de que al quitarle el vendaje continuara necesitando ayuda, en tal caso tendría que solicitar un permiso indefinido en la oficina. La sola idea me oprimía.
La rutina hubiera sido benévola de no enterarme de sus patrañas. Un día me dijo, ¿te acuerdas de Fernandito, el niño que jugaba contigo en el parque? Apenas recordaba sus lentes y el pelo negro y crespo del regordete. Pues tuvo una hermanita mongolita y un día me contó su mamá que la niña se ahogó en la bañera. En aquel tiempo las señoras comentamos que ella seguramente la dejó sola para que la muerte se la llevara. No pude evitar pensar: eso mismo hubiera deseando hacer conmigo. Quise penetrar en su mente, le pregunté si consideraba justificado hacer eso con un hijo enfermo, tomando en cuenta que ella se reconocía como una verdadera católica y no solo de las que van a misa los domingos y de lunes a sábado las invade el “efecto Lucifer”. La ambigüedad de su respuesta me orilló a pensar que sería capaz “por el bien de la familia”.
Enajenada, rememorando aquellas épocas, tratando de recordar a la mamá de Fernandito, aquel día olvidé administrarle los medicamentos a la hora precisa. Mientras le llevaba la sopa a la boca, me horrorizaba pensar la vulnerabilidad de los niños ante sus padres: así como te dan la vida, te la pueden quitar sin uno poder defenderse. Varias veces me sacó de mis pensamientos cuando levantaba la voz porque le mojaba la bata con el caldo. Mi silencio la preocupó: ¿tienes problemas con tu marido?, estás muy callada, dijo convencida de ser conocedora de los conflictos de pareja, los cuales eran constantes con papá por los extremosos cambios de humor de ella.
No veía el fin del martirio. Mis vacaciones arruinadas y con el riesgo de prolongarse sin sueldo, sin alternativa de huir o deslindar en alguien la losa que cargaba a cuestas. ¿Y si en lugar de que la mamá de Fernandito se deshiciera de su hija, la hija se deshiciera de su mamá? La idea iba y venía, rondaba y se agazapaba, se olvidaba.
Corrían los días, se aproximaba el plazo para conocer el rumbo de mi destino. El trasplante de córneas le devolvería la vista o no a mi madre, ¿y si no? Aura estaba en condiciones de seguir pagando a la enfermera, pero yo no tenía la disponibilidad para atenderla indefinidamente. Mis malos modos fueron resentidos, el agua del baño demasiado caliente, la comida salada, escueta conversación, heladez por el aire acondicionado, la música estridente. La mamá de Fernandito, la hermanita de Fernandito, Fernandito…
Una mañana llegué a la casa de mi infancia como todos los días, sentía una alegría inexplicable, ella misma lo percibió. Mi yerno con seguridad te trató con cariño anoche, se nota, dijo maliciosa. Así es, mamá, respondí dándole por su lado. Puse en el reproductor a Elvis, ambas recordamos a papá. El árbol de mango daba sus primeros frutos, el cielo de intenso azul resplandeciente, la primavera revoloteando en las coloridas alas de las aves.
A las doce del mediodía el agua de mango, la favorita de mi madre, estaba lista. Agradeció a la naturaleza su benevolencia. Recostada en su mullida cama, antes de ingerir sus alimentos, elevó una oración “por el pan nuestro de cada día”.
A la señora Aura le di de comer y beber y beber y beber y beber…mojando la bata, las almohadas, las sabanas, la cama… llenándole la boca, la garganta, la nariz, los pulmones, del dulce néctar amarillo hasta ahogar su respiración.