La batuta de Eugene Kohn se elevó para dar el inicio de “Carmen”, el melodrama más célebre de Bizet, como paseo por algunos de sus pasajes distintivos. El cuatro de febrero de dos mil veintitrés, el concierto de Plácido Domingo, en el auditorio “La Isla” de Mérida, Yucatán, había comenzado tras varios de meses de espera. En su alineación, la figura central se había apoyado en dos pilares –ambos mexicanos– de voces impactantes: la soprano Eugenia Garza y el tenor Arturo Chacón, con los que coincidiría en fórmulas variadas dentro de la selección de composiciones.
El público estalló en aplausos al verlo salir a escena. Fue el primero de muchos momentos gratos que el carismático intérprete obsequiaría a la audiencia. Y entonces, a cantar. Aquella voz invadió el recinto, plena de cualidades que fueron apreciadas al instante. Las frases de barítono – expresadas mil veces a lo largo de su extensa trayectoria – parecían de su propiedad, pero surgían de Umberto Giordano, de la escuela verista italiana (al cierre del siglo XIX) para crear el aria “Enemigo de la Patria”, de su ópera “Andrea Chénier”.
Eugenia Garza se abrió paso con “Ebben? ne andró lontana” de Alfredo Catalani, aria tomada de “La Wally”, ópera contemporánea de la anterior. La galardonada soprano conquistaba a cada compás, con su maestría de toda una vida entre partituras. Su voz entraba o salía de la sinfónica, en combinaciones que se imponían según su voluntad, premiada de inmediato con la calidez que recibiera el maestro Domingo. En su sitio quedó el tenor Arturo Chacón, el primer dueto con este, empezando un ajedrez de obras de consagrados, como Bizet y Verdi, material para el resto de la gala. El acompañamiento de la Sinfónica de Yucatán surtía puntualmente los efectos dramáticos exigidos en aquellos pentagramas, presagios de las óperas de donde fueron extraídos.
En la segunda mitad, los pasos se volvieron hacia España, con el lirismo de su zarzuela, trayendo títulos de Moreno Torroba y de Sorozábal – entre otros – divididos a balanza entre aquellas tres voces que habían desplegado sus velas. Habíase elegido “Las Bodas de Luis Alonso”, obra afamadísima de Gerónimo Jiménez para el parteaguas, alivianando así el peso del repertorio. Casi al término del segmento, una nueva sorpresa: Plácido Domingo hijo presentado por su padre, para dedicarse a algunos temas de Manzanero.
Perfecto para la balada, la voz elegante de Domingo Jr. establecía un giro distinto, matizando todo lo anterior para una colección mayoritariamente mexicana, de todos conocida. Los arreglos orquestales en las obras de Manzanero, Agustín Lara y Álvaro Carrillo, sobresalían por su exactitud para reforzar el valor de cada voz. Para entonces, aquello era una fiesta: los cantantes, combinándose, tenían al público en la bolsa, que entonaba estrofas completas, en intercambios marcados con las palmas y rematados en aplausos espontáneos. El cierre, ya a cargo de Plácido Domingo, nunca fue musicalmente definitivo. Aun así, se despidió, reservándose un as bajo la manga.
Más aplausos lo trajeron de regreso y su encore, no fue en singular; tenía planeado un racimo de canciones populares, de Consuelo Velázquez, de John Denver – la única en inglés y de gran éxito en la década de los ochenta – de Roberto Cantoral y Manuel M. Ponce. En este compendio final, Arturo Chacón se ganó vítores y elogios al interpretar “El Triste”, como tratándose de lo más sencillo. En el conocido remate “he podido // ayudarme a vivir”, fue omnipresente en todos los rincones del lugar, con el tremendismo esperado e, incluso, un palmo más allá. “Estrellita” quedó en voz de Eugenia Guerra, que potenció la poesía de su letra, en una versión de amplias dimensiones.
La fiesta seguía. Y de repente, mariachis. El “Son de la Negra”, solemnidad obligada, resonó disponiendo el ambiente a algo muy distinto de aquellos compases iniciales de tragedia y heroísmo. Y de repente, Plácido Domingo ataviado de mariachi. Casi un autohomenaje, “El Rey” cimbró el ánimo de quienes le aplaudían, luego de casi tres horas de música continua, variada y emocionante, donde “Bésame Mucho” puso el punto final a la ocasión.
Dentro de las asimetrías, será necesario señalar detalles ajenos a la gala musical. Son de organización – que no incluía programas de mano, confusión de espacios ocupados al acaso – y de las condiciones del sitio, donde la disposición de las butacas son un escarpado peligroso en que, afortunadamente, nadie salió lesionado en esta ocasión. La nota lastimera recaería en algunos asistentes: hablando en voz alta en repetidas ocasiones y molestando con modos que desdeñan la presencia de los demás. Lamentablemente, revalidan el refrán aquel de la seda, que no logra ocultar lo primitivo de sus actitudes.
Plácido Domingo, versátil en su profesión, fue un apreciado regalo para nuestra ciudad. Versátil también, la Sinfónica de Yucatán hizo una travesía que refrenda su calidad, esta vez bajo una batuta invitada, con matices y acentos que dieron fulgor a la presentación, justo por sus acabados de primera. ¡Bravo!