La fila de atención a clientes era numerosa. La verdad no entiendo a estas empresas que se gastan millones en publicidad con globos aerostáticos y tomas panorámicas espectaculares, videos hechizantes que harían al más pelmazo ambicionar sus productos y el modelo de vida ensoñada que proponen, pero que en la práctica son incapaces de brindar un buen servicio, un trato amable y respetuoso a sus consumidores.
Pasaban los minutos, la cola de ese animal de reclamos e inconformidades que conformábamos no avanzaba, y la gente comenzaba a dar señales de hartazgo. Un hombre a quien le habían regresado por segunda vez un equipo deficiente vociferó con demandar en la Procuraduría del Consumidor. Mientras la chica que lo atendía se alejaba a consultar el caso a un privado, observé aquella especie de ratonera donde nos encontrábamos como conejillos de laboratorio: la luz artificial blanquecina, la escasez de mobiliario, el aire enrarecido contribuían a la sensación de atrapamiento.
Entonces reparé en la pared lateral más próxima, cubierta en buena medida por un acrílico azul brillante. Era como un ventanal donde se reflejaba en una dimensión cerúlea el espacio de la sucursal toda, con sus varios mostradores y numerosas filas. Ahí estábamos unos y otros, duplicados en ese mundo en azul. Cuando encontré mi propia figura en la superficie plástica, tuve ganas de levantar la mano y saludarme pero aquello hubiera sido muy desconcertante para quien lo hubiera advertido —no pocos por cierto, pues cansados de la espera, a los de mi cola animal no les quedaba más remedio que alzar los cuernos, atisbar por sus celulares o espiarnos a los otros con desconfianza y malestar.
Comencé a escudriñar aquel mundo paralelo de sombras y fantasmas azulados. Ahí estaba el hombre al que le habían regresado por segunda vez un equipo que a las primeras de cambio, volvía a fallar. De un tono azul subido, aguardaba con enfado que regresara la muchacha del mostrador, tamborileaba los dedos, cambiaba el peso de una pierna a otra, se llevaba la mano al cuello. También una mujer de traje sastre de muy buenas carnes azules a la que el policía de vigilancia no le quitaba el ojo. Un joven oficinista que había aprovechado la hora de comida para ir a hacer cola y mandaba mensajes por su celular a una velocidad frenética. Una pareja gay que no paraba de contarse las últimas andanzas del fin de semana —vehementes en sus gestos, parecían arlequines de un circo entre azul y buenas tardes.
Por fin regresó la chica de nuestro mostrador. Con absoluto desdén le comunicó al cliente que la empresa no se hacía responsable del aparato porque la póliza había vencido un día antes. En respuesta, el hombre del plano azul la tomó del cuello sin miramiento alguno y comenzó a zarandearla. Pero en vez de gritar pidiendo ayuda, la muchacha parecía disfrutarlo y hasta gorjeaba en azul celeste.
Estupefacta, busqué al policía que no le quitaba el ojo a la mujer de buenas carnes, pero ya no sólo la miraba sino que había pasado a la acción y tras acariciarle los senos, le ponía su propia gorra en la cabeza y ella se dejaba tomar fotos con una camarita que el vigilante acababa de extraer del bolsillo del oficinista. Por su parte, la pareja gay se había puesto a hacer lagartijas azules en plena sala de espera y varios les hacían corro y les llevaban la cuenta.
Esto sucedía en la parte más próxima a mi fila, pero más allá había piruetas y extravagancias insólitas, besos entre desconocidos, manoseos, cuchicheos, bofetadas, golpes… Un pandemónium se desataba en aquel ventanal de acrílico azul mientras de este lado del espejo la gente continuábamos en nuestros lugares de tedio y hartazgo con toda nuestra gama de colores reales.
Volví a buscar mi figura en aquel mundo tan azul, tan intenso. Me costó trabajo dar conmigo. No puedo contarles lo que estaba haciendo.