Mussorgsky salva a la OSY de ofrecer un dudoso recital

Entre luces y sombras transcurre el 5to programa de la Temporada XXXIII.

Frente a un lleno completo, la Orquesta Sinfónica de Yucatán dio su siguiente paso -bastante difícil – en la temporada enero junio de 2020: dos compositores nada semejantes entre sí, dos corrientes de lenguajes diferentes, según sus áreas y épocas de desempeño, fueron presentados en raro contexto. Raro no en sentido técnico -que sería lo de menos- sino otro, de dimensiones humanas, el impulso detrás de toda interpretación. La séptima sinfonía, de Ludwig van Beethoven, su opus noventa y dos, inauguraba la noche para ceder un sitio al ruso Modest Mussorgsky, con su monumental suite “Cuadros de una exposición”.

La sinfonía, como toda la producción del alemán, encierra una música feliz. Traducir esa felicidad es asombrosamente sencillo, partiendo del estilo de composición del genio. Su repetición de motivos, una aparente simpleza melódica y giros inesperados hasta ser irremediablemente onírico, es algo que no tiene ninguna dificultad para ser comprendido. Pero la altísima poesía de Beethoven jamás confunde felicidad con euforia. Transgredirla es imprudencia; no puede dejar resultados inofensivos. La batuta, a cargo de Lomónaco -su dueño acostumbrado-, no escatimó el exceso hasta alejarse de la medida justa, dando lo opuesto al sentido original. Consternadamente, ese fue el trato a una perla nacida del gran Ludwig.

Llegado el Allegretto -segundo movimiento- la suerte estaba echada. El sentido interrogante que abre paso a la marcha preciosista, tuvo un énfasis ajeno al espíritu elegíaco, que da sustancia al tema y en cierta medida, a toda la sinfonía. Voces siempre más fuertes que otras, pregonaban la nota perseverante del tema, enarbolando un carácter distanciado de aquello ofrecido como un Beethoven. El maestro especifica cantidades de maderas y metales, así como percusiones, pero deja al alimón las dosis de cuerdas, dejando sea el equilibrio quien pueda tener la última palabra. Una dotación mayor en chelos y en violines, era inflexión necesaria hacia una sonoridad más cercana a la verdad, en términos beethovenianos.

Cualquier recurso no va de sobra, si se trata de dominar la sordera del escenario, elemental para hacer posible el diálogo entre secciones; pero también para dar el suficiente peso reglamentario a cada nota y por añadidura, a toda expresión suscrita de corcheas y de negras. El paso del Scherzo, tercer movimiento, pudo completarse de mejor factura, quizá debiéndose al capricho que le implica, pero el movimiento final –Allegro con brío- fue recreación de cancanes o vodeviles -como si de Offenbach se tratase-, procesionando algo bien distinto al hijo de Bonn. Una interpretación de trámite, es quizá la causa única de haberla propuesto telonera de Mussorgsky, cuya obra sería merecedora de más respeto.

Entre los temas de la suite más célebre de un miembro de “Los Cinco” compositores nacionalistas rusos, destaca reiteradamente y con agraciadas transformaciones, “El Paso” (Promenade), que representa la distinguida caminata entre cuadro y cuadro, tras atender a sus detalles. En esta ocasión, la sonoridad estaba garantizada y florecida de metales y otros sonidos exigidos en partitura. Aderezos de piano, de xilófono y de arpa, con una fastuosa marcación de percusiones, ejercían la coloración especial, según el cuadro-tema en cuestión, donde “Gnomos” sufrió una dislalia inicial, en la zona grave de cuerdas: descuidada dicción para una de muchas hazañas de solfeo acrobático. Afortunadamente para la gestión de tal enormidad, el incidente fue aislado y rápidamente olvidable. Se estaba pudiendo recrear -ahora sí- una versión llena de precisiones y con sentido de dominio.

Las descripciones sonoras, inspiradas en lo visual, trazan una ficticia exposición de pinturas, como estipula la suite desde su nombre. En ella, las ilustraciones de un viejo castillo, de los álamos en un jardín parisino, niños, mujeres y hasta judíos discutiendo una exigencia que nunca se cumpliría -con una obstinada trompeta contradicha por severos chelos- y todo el bullicio de la cotidianeidad plasmada en cuadros, surtían efecto en la imaginación. Las sonoridades variaban desde la comicidad del “Ballet de los Pollitos en sus Cascarones”, proeza de ingenio, pasando por la exultante “Cabaña con Patas de Gallina” hasta la majestuosa “Gran Puerta de Kiev”, en un acabado finalmente perfecto a manos de la Sinfónica de Yucatán.

Puede haber una buena tarde de toros y otra opuesta por completo. Así la apreciación de este repertorio. La sinfónica consiguió el término medio, tratándose de una sinfonía de Beethoven, a la que pudo arrancar algunos destellos. Logró sobreponerse con un triunfo genuino, por su dedicación al lenguaje más contemporáneo del creador ruso Mussorgsky. De ahí que las dimensiones humanas sean lo que limita la potencia del conjunto, ante la posibilidad de un desempeño más concienzudo según lo debidamente requerido.

En lo subsiguiente, será mejor proyectar cada excursión con el máximo cuidado. Todo va en ascenso -a veces escarpado, a veces sin impedimentos- donde lo más dable será empezar a volar llegados a lo más alto. Habrá qué conservar la energía para ello. Mussorgsky, sin ir más lejos, mereció lo que obtuvo: grandes encomios y la satisfacción en los rostros de la escena, así como en los de butacas. Emocionante, cautivadora desde su versión inicial dispuesta al piano, su orquestación se agradece y con grandes vivas, a Maurice Ravel. ¡Bravo!

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